martes, 20 de diciembre de 2011

CAMPANAS DEL MUNDO

G.Richardson

CAMPANAS DEL MUNDO

DELFINA ACOSTA

Está al acecho el lobo. Las palomas
intentan darme fe de su presencia.
Así como las urbes se levantan
con sus cansadas gentes que en los ojos
revelan un dolor de Dios Altísimo,
así también las olas se levantan
del fondo de la mar con la señal
de un triste adiós por siempre y para siempre.
Horrible vida es ésta y sin embargo
es todo cuanto el pobre hombre tiene.
Pero tu voz se yergue Jesucristo,
por sobre todo trueno y todo llanto,
y es el planeta un campanario grande
entonces que sacude el alma herida.
¿Escuchas cómo suenan, cómo llaman,
sin pausa las campanas, a lo lejos?

martes, 13 de diciembre de 2011

MI MEJOR POEMA

Oleo de Frida Khalo

MI MEJOR POEMA

Delfina Acosta

De alguna forma el ciervo moteado
escribe la poesía que yo ansío
al descansar su lomo sobre el pasto,
o herido de belleza y de relámpagos
al refugiarse dentro de mi sueño.
Ay de vosotros que os llamáis poetas
y en vuestros versos vais juntando vómito.
Yo ya no escribo. El agua que gotea
de las frondosas copas de los pinos
es mi mejor poema y esta tarde
en que recuerdo el río de mi pueblo.
Un niño nace y ya la leche tibia
de un seno sin cubrir le saca el hambre.
Y así saciada observo las costillas
del viento que sacude el campanario.
Y gracias doy. Y mi alegría es verso.

martes, 6 de diciembre de 2011

LOS POETAS


Fotografía de Sergei Leonov

LOS POETAS

Delfina Acosta

Somos legión, legión, y nos confunden
con los dementes que sin paz deambulan
por los abandonados parques públicos.
A los poetas nos consume un sueño
de estrellas. Y un rumor de viejas hojas
que el viento de la tarde zarandea
se eleva cada noche de los versos
que en el papel dejamos por si a alguien
le importa todavía nuestro oficio.
Ayer estando el firmamento calmo,
más calmo aún que en otras madrugadas,
me he puesto por ejemplo a transcribir
inútiles noticias sobre un astro.
Me pasan estas cosas. Me sucede
que el cielo yo escudriño y tomo notas
de los luceros y la vía láctea.
¡Señor, Señor, se va mi extraña vida
detrás de versos que la lluvia lee!

martes, 29 de noviembre de 2011

INSECTOS ENAMORADOS

Gustav W. Verderber

INSECTOS ENAMORADOS

Delfina Acosta

Era un gusano que en las altas noches
de mí se enamoraba por creer
que yo tendría el fruto de su amor
en mis entrañas y no pudo amarme
pues yo mi corazón confuso di
al viento que entreabría mi ventana.
Y era un murciélago colgado siempre
del techo de mi alcoba que me amaba
por perdonar su vida y nunca supo
que no le tuve asco. Son los hombres
que cortan la cabeza de su prójimo
en esa causa que se llama guerra
los padres del horror y el asco mío.
Y fueron los insectos y un batracio
que en el jardín mi nombre repetían.
Mi corazón entonces di a un cometa.

jueves, 24 de noviembre de 2011

AMOR EXTRAÑO

Oleo de Pablo Picasso

AMOR EXTRAÑO
Delfina Acosta

Entonces me miraste y titilaron
los ojos todos que yo amé en silencio
por mi memoria. Así también pasaron
las noches en que el alma presentía
los pasos acercándose a mi alcoba.
Furiosos los trigales golpeaban
mi pecho cuando tú tus manos tibias
bajabas sobre mi hombro. ¿Acaso puede
la caracola remontar el mar
para alcanzar la boca del lucero?
Y en tanto que me hablabas dulcemente
pensaba triste en las negadas bodas
de alguna errante ola y un grumete,
o de una oscura uva y el tonel
en que se guarda el vino. ¿Acaso existe
amor así de extraño como el mío?

ENAMORARSE

Oleo de Renoir

ENAMORARSE
Defina Acosta

Érase una mujer que fue rosal
y los garfios o espinas de su cuerpo
más que doler a su nocturno amante
a ella le dolían y por eso
perder su aroma prefirió una noche,
y sus rosados pétalos abiertos
como una cabellera cuando el pino
bajaba el viento de los astros rojos.
Y se deshizo del capullo último.
Y de sus ramas y el deforme tallo
por el que trajinaban las hormigas.
Era un rosal que se creyó mujer
enamorada y terminó pagando
el precio de un amor que no era suyo,
se cuenta sin embargo. Sólo sé
que amar es darse entera solo al viento.

MUCHACHA DE CINQUENTA

Fotografía de Man Ray

MUCHACHA DE CINQUENTA
Delfina Acosta

Pero tus ojos tienen todavía
la luz de las pupilas de las gatas
que salen al encuentro de la calle.
Y aquel plateado hilo de tu pelo
es delicada joya, acaso sueño
de la tiara aquella que tu amante
te puso porque reina reclinada
sobre su pecho fuiste en triste tarde.
Y hay en tu voz un nido de jazmines
que sueltan cuando el viento las sacude
un beso de rencor y de ternura.
Y sí, estás enamorada y abres
tus brazos, y esta noche, estando fija
la estrella en el oscuro firmamento,
y atentos a un cantar los marineros,
un largo beso morderá tu boca.

martes, 1 de noviembre de 2011

EL SECRETO

Oleo de Carlos Díaz

EL SECRETO

Delfina Acosta

No sé por qué pero el silencio estuvo
metiéndose en mis ojos y caía
igual a alguna herida la llovizna,
la que muy lejos cae, en mis pestañas.
Extraña forma de morir aquella.
Y en el jardín los lirios se contaban
con voz de viento y hierba las historias
de otras muertes mías. Los espectros
de rosas insepultas consultaban
en torno a mis insomnios. No sabían
que yo busqué el secreto de la vida
y Dios en su belleza noche a noche.
Aquel perfume suyo fue la infame
respuesta a mis preguntas dolorosas.
¡Señor, hoy brotan rosas sin embargo
de la fangosa tierra de mis dudas!

miércoles, 26 de octubre de 2011

EL BOSQUE DE LA VIDA

"Starry night" oleo de Van Gogh

EL BOSQUE DE LA VIDA

Delfina Acosta

Busqué la guía de los hombres. Fui
por el carril del mundo pero igual
salieron a mi encuentro fogonazos
y lámparas portadas por personas
que erraron el camino y me pedían
la vía exacta hacia la Cruz del Sur.
Volviéronse en mi contra las señales.
Las puertas que buscaba se ausentaron.
Y enfermas de silencio las aldabas
no respondían nunca a mis urgencias.
Pero las garzas me indicaron tibias
pisadas en las playas y los búhos
caída ya la noche con chistidos
al bosque de la vida me llevaron.
Allí sentí el aliento del lucero.
Y el beso de una estrella abrió mi boca.

sábado, 22 de octubre de 2011

PENSAMIENTO


"Paisaje con mariposas", oleo de Salvador Dali

PENSAMIENTO

Delfina Acosta

Hay un lejano llanto y un suspiro
por tantas cosas, es decir la vida
que sobre el hombre sin cesar gotea.
Pero también se escucha una oración
de un alma buena que es igual al agua
bebida por el hombre atormentado.
Los astros nos observan silenciosos.
Sellada está la suerte de la mosca
que aquella araña cazará y la flor
de los rosales se ha de abrir entonces.
Un lobo de ciudad aúlla y sube
su triste aullido y otras veces baja
a los difuntos que rezuman polvo.
Con gracia una amarilla mariposa
se posa sobre un solo pensamiento:
“No teman porque yo he vencido al mundo”.

miércoles, 19 de octubre de 2011

DIOS EXISTE

Oleo de Bruno Nacif

DIOS EXISTE

Delfina Acosta

Un águila en mis sueños me visita
y cierta monja anciana de semblante
tristón y distraído. Yo no sueño
con mariposas blancas ni unas gotas
cayendo de las flores o las llamas
de un cielo atardecido. Mis costumbres
severas me conducen día a día
a ir tras unos pasos que son míos,
por cierto, y son mis pasos un camino
andado para abrir alguna puerta.
La noche suele hallarme contemplando
el rostro de una estrella y me pregunto
qué cosas misteriosas sabe ella
pues eso de quedarse tan callada
es la primera incógnita del cielo.
Pero mi Dios me habla y dice: ¡Existo!

sábado, 15 de octubre de 2011

JARDÍN MISTERIOSO

Paul Misharin

JARDIN MISTERIOSO
Delfina Acosta

Se trata de una mantis religiosa
llevada por insectos himenópteros
a oscuro nido estando viva aún.
Un niño entretenido la contempla.
También se trata de un gusano verde
de un género por mí desconocido
subiendo por la rama de un rosal.
La maravilla es parte de la náusea.
El asco y la belleza son las caras
de la moneda que Jesús dio al César.
En mi jardín las voces se confunden.
Solloza el sauce, y el piar quebrado
de unos pichones cruza cierta brisa.
Pero las flores pujan por abrirse.
Y alguna primavera está llamando.
¡Y vientos de alegría son mis ojos !

viernes, 7 de octubre de 2011

UN MUNDO PERFECTO


"Muchacha sentada en el cementerio"
Oleo de Eugene Delacroix

UN MUNDO PERFECTO
Delfina Acosta

Fumaba yo caída ya la noche
en el pequeño cementerio y daban
las doce y los jazmines se entreabrían
entonces y unas leves mariposas
salían de los huesos de una tumba.
Los muertos silenciosos se torcían
trepados al ciprés que el viento frío
movía y un felino enamorado
de la rojiza Luna me acechaba.
No sé por qué razón recuerdo ahora
mis citas con los muertos. Crece el día
y llegan a mis ojos los colores
alegres que a mi vida le faltaron.
En paz estoy con todos. Silba un ave
un canto sin error. Por un instante
el mundo pareciera ser perfecto.

jueves, 29 de septiembre de 2011

CANTABA LA PALOMA

Salvador Dali

CANTABA LA PALOMA

Delfina Acosta

Cantaba la paloma y el felino
oía su cantar y se quedaba
herido de tristeza y de ternura.
Mi rostro frente al cielo oscurecido
buscaba alguna estrella mas los vientos
con el horrible aliento de no sé
qué malas flores blancas me obligaban
a ver el fondo negro de mis ojos.
Si hubiera conseguido detener
el tiempo en que las cosas eran bellas.
¡Ay la aspereza del rocío! En vano
el fuego de las almas se enrojece.
No hay nadie a quien amar. Y en la distancia
el cuervo está al acecho, y yo también.
Llegada es ya la hora. Lidiaremos
batalla extraña y dulce de querernos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

MAÑANA ES OTRO DÍA


Oleo de William S. Johnson


MAÑANA ES OTRO DÍA

Delfina Acosta

Los lirios que se caen y las hojas
girando circulares hacen triste
aún el agua limpia que yo bebo.
Imaginé un venado en la ventana
y ahora estoy mejor y sin embargo
me sé ya de memoria aquel inútil
piar del avecilla abandonada.
Y luego al mediodía las hormigas
querrán venir por ella, y tantas rosas
que se abrirán en vano pues no sabe,
no, no sabe el hombre valorar su garbo,
y sólo por la paga el jardinero
podando está el rosal, no fue su padre
poeta, y él se encuentra casi ciego.
¡Pero mañana el viento traerá
en cada arbusto aroma a nuevo día!

martes, 13 de septiembre de 2011

EL CUERVO

Trigal con cuervos. Vincent van Gogh

EL CUERVO

Delfina Acosta

No son los años, no, los abejorros
se llevan de mi néctar lo que queda,
hambrientos cada noche en mis mejillas
que ayer tenían luces se presentan.
Y la paloma en quien yo confiaba
mi rostro come y sólo fruta vieja
es el lunar que me hizo vanidosa
en una tarde azul de primavera.
No son los años, no, los lobos pasan
encima de mi cuerpo y de sus huellas
que son quebradas ramas se levanta
un viento desangrando mi corteza.
¡Y el cuervo que el viñedo desatiende
para escarbar sin pausa en mi cabeza !
Por eso es mi mirada pensativa
y cubre a mis cabellos la tristeza.



jueves, 8 de septiembre de 2011

LA ESPERA


Pintura Kimberly Dow

LA ESPERA

Delfina Acosta

Alguna vez el tiempo de las rosas
será también tu tiempo y notarás
que tus mejillas caen. En tu pelo
la araña luna blanca tejerá.
Mujer, no dejes que el amor se vaya
de tu ventana y canta una vez más,
y calla y luego quédate muy triste.
¿Escuchas al rosal aletear?
Se quejan las palabras en tu boca.
Ya son las siete y prometió llegar.
La soledad se junta en el aljibe
y el agua tiene gusto a llanto y sal.
Entre los grillos tú la reina. El viento
algún silbido saca a pasear.
No es tarde todavía. Las estrellas
tus ojos comen. Ah..., mirar, mirar...

lunes, 1 de agosto de 2011

ROPAJE

"Lady in the water". Photographer Toni Frissel.

ROPAJE

Delfina Acosta

El mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Mi ocasión la tormenta y los relámpagos,
y es la montura de mi amor el viento.
No retorno: yo voy pues son mis pasos
como a la hierba la pasión del fuego.
Soy la bestia de larga cabellera
que lame la otra lengua que es el beso.
En la forma de piedra me hallo a gusto
porque es así tan duro mi silencio
que no lo vencerá el dolor del mundo,
ni del odio la gota de veneno.
Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Brotaron en mis manos de agua sucia
las flores venenosas de estos versos.

martes, 15 de marzo de 2011

PRIMO CRUEL

Goya
PRIMO CRUEL

CUENTO DE DELFINA ACOSTA

Cuando Narcisa Ibáñez enviudó, y luego de una breve enfermedad sus ojos asustados se cerraron, en una tarde en que un jilguero picoteaba nerviosamente los vidrios de la ventana de su habitación, Clementina, su hermana, supo que debía traer a sus sobrinos Juan, Marta y Manuela, a vivir en su casa.
Eran mellizos de siete años Juan y Marta; la niña, con una cara que parecía robada de una muñeca pues sus pecas abundantes, sus bucles rubiáceos, sus ojos como botones azules, y su rubor encendido cual brasa, resultaban parecidos a la colección de juguetes “mami, mami”, que desde los escaparates conseguían que las niñas aplastaran sus narices, sus caritas enfermas de amor maternal contra el vidrio. Juan era ligeramente distinto a su hermana. Las pecas no cubrían su rostro. Una pizca de bondad, propia todavía de una edad desconcertada, cruzaba su rostro, en especial, cuando parpadeaba. Ambos coincidían en las ganas de jugar sin fatigarse.
Manuela, la mayor, sufría de alergia. El polvo de las cortinas, la cubertería de los aparadores, el hollín de los quinqués, los ácaros de las enciclopedias, la errante fragancia de las rosas que delineaban con raya de tiza roja, donde terminaba el jardín, y donde comenzaban los hierbajos que rodeaban una pequeña naciente de agua, le hacían daño. Sin embargo, le gustaba ser la “enfermiza” de los tres, debido a una confusa idea de santidad que tenía sobre su persona desde la primera crisis de asma.

Clementina instaló a los mellizos y a Manuela, en la habitación de Carlos, su único hijo.
Era el mes de agosto.
En el patio, junto a la muralla pintada con cal, un sauce cabeceaba sobre su silencio, pero su sombra, regada por migas de pan, parecía volar ruidosamente cuando los gorriones, una vez saciados, emprendían el vuelo hacia el viejo alambrado de los postes del telégrafo.
Carlos sacó del armario, para dispersar la tristeza y la penosa desorientación de sus nuevos compañeros de cuarto, sus mariposas, las doncellas de la centaurea y las blancas del majuelo, clavadas en un cartón. No les contó que las cortejaba, celoso de su amor, primeramente, hasta que ellas entraban en confianza y caían en sus manos para ser llevadas - entonces - a su “sitio de trabajo”. O “el laboratorio” instalado en el altillo. Allí, a la hora en que la luz del día se filtraba por la ventana despertando una vida fingida en el polvo del aire, las contemplaba en la belleza de su sufrimiento, en su inútil pero heroico esfuerzo por recuperar su libertad atravesada por alfileres. Se preguntaba entonces, qué sería de grande. Nunca abogado, por supuesto, como su padre pretendió cierta vez cuando leyó una composición escolar suya “La inocencia de la criminalidad”. Acaso, si viajaba al extranjero, sería científico como el tío Miguel, quien cada vez que aparecía con su olor a formol por la casa, mortificaba a sus padres cuando contaba, víctima de su pasión, aquellas historias sobre las disecciones de los batracios y de los calamares, historias que a él le sumían en la necesidad de saber alguna página más, algún capítulo todavía oscuro o desconocido sobre el dolor. Lástima las vacilaciones, la vuelta a la cordura, el repentino respeto del hombre de ciencia a la mesa familiar donde los pocillos exhalaban sus vapores de té verde, que llevaban al tío a cambiar de conversación y a él lo dejaban maldiciendo por dentro.
Un pájaro cantó tres veces. Luego guardó silencio.
Carlos, con el cartón de mariposas en las manos, aguardaba exclamaciones y preguntas cruzadas de sus primos, pero ellos estaban muy cansados, y por otra parte, sólo entendían del sufrimiento las palizas que su madre les daba cuando no aprendían las lecciones de catecismo. Así pues, se quedaron callados. Y su silencio se sumó al del ave.
Parpadeaba bastante Manuela; para disimular su tic, buscó una tos que no le vino como hubiera deseado, sin embargo no se desanimó, y pidiendo perdón al primo, siguió tosiendo, tosiendo, entre amagues de suspiros.
- Esto me va a matar - dijo, mientras hundía su pecho como si el aire se le hacía difícil.
Los mellizos se cruzaron miradas sombrías, pero luego de que la cuerda del juego se hubiera activado mecánicamente en ellos, se reclinaron en un lecho cubierto por un edredón de plumones, y jugaron a piedra, papel y tijera. Era tan previsible que Juan sacaría la tijera, pero Marta no caía en la intención, y le mostraba, con los dientes apretados, su puño cerrado, y así seguía esa ñoñería, que era una función obligada para Manuela. Después de un rato ella se hartó, y colocó en el piso la lámina con la casa en forma de hongo pintada con crayola marrón, y el camino rectilíneo que llevaba a la puerta cerrada, y las tres golondrinas perdiéndose en el cielo mitad tormentoso y mitad soleado. De cuando en cuando volvía los ojos en dirección a Carlos, aguardando una actitud que equivaliera a un interés, y él se la daba, pero juraba vengarse cuando ella, complacida, sonreía con sus dientes desparejos.

El viento movía las hojas de los árboles callejeros. Agosto transcurría a paso de animal desnutrido.
El primo hubiera querido que se largaran ya de su habitación, que se fueran a jugar con Toby, total ese perro pulgoso también tenía su diablo aparte, y no tanto porque giraba sobre la idea fija de querer morder su cola, sino porque además pasaba la pata y hacía otros fingimientos, pero allí estaban los mellizos, rostro contra rostro, jugando a mirarse fijamente y no reír, porque el primero que reía - la regla era la regla - perdía. Y ambos perdían y reían hasta toser mientras Manuela se las daba de víctima con su voz catarrosa llamándolos a silencio.
- Chicos..., la tía se va a enojar, miren... - decía y traía una tos que no existía.
Ah... si lo dejaran solo, para mirar a gusto ese lejano punto verde en la colina, donde comenzaba un bosque en que la vegetación de cañas, cipreses, fresnos y árboles espinosos, cuyos troncos parecían querer desprenderse de su rebaño de hormigas rojas al caer el viento, se erguía desafiante. Ese bosque le daba de comer a él de sus propias manos. Aquel sitio alimentaba su imaginación de implacable cazador de animales desde muy pequeño.
El bosque era peligroso, lo sabía. Pero iba día tras día a él, con sólo cerrar los ojos, y se sentía irremediablemente destinado a morir bajo las garras de un hermoso tigre salido de un telón verdoso del follaje, hasta que recuperaba el facón con mango de guampa caído sobre una piedra, y lo clavaba en el vientre, revolviendo sus vísceras.

Ahora los mellizos jugaban a pegarse, y Manuela les pedía que se quedaran quietos, que dejaran de gritar, pues no podía concentrarse en su arco iris.
- ¿Cuántos son los colores, primo?
- Siete - contestó, y nada más porque era una prima huérfana le pidió que le mostrara el dibujo.
- ¿Está quedando bien? Fíjate en el pasto...
- Pues sí, es muy bonito. Y las aguas... - contestó. Esas palabras alegraron a Manuela quien redobló el esfuerzo por afirmar el color amarillo del arco y terminó rompiendo la crayola. Una gran risa entonces le vino a la boca, pues creyó muy graciosa la situación.
El domingo se presentó gris.
El viejo Mariano Álvarez, que solía caer por la casa en ausencia de los “señores”, apareció a las diez de la mañana con su botella de vino bajo el brazo. Como sus pasos no eran firmes, Toby le gruñía. Estaba a punto de dar una patada al animal, cuando apareció Adelfa, la cocinera, y lo llevó muy enojada hasta el comedor.
En algunas ocasiones, cuando estaba de buen humor, ella le preparaba un café rápido con turrones, y sentaba a escuchar sus historias.
El viejo decidió contar, con la resignación de los que dicen sus secretos porque saben que van a morir, aquella verdad que desde hace tiempo deseaba que supiera Adelfa, por lo menos. Y ella, después de pedir perdón por sonarse las narices, juró ser toda oídos.
Y él dijo:
Veníamos caminando horas y horas. Éramos seis. Siete, contando con un pájaro negro, que venía saltando, de rama en rama, adelantándose a nuestros pasos. Se pasaba chistando el infeliz. Un sol abrasador nos sumía en vértigos y la sed nos devoraba. Los árboles de troncos rugosos y resecos eran trajinados por hormigas rojas y el hormigueo en nuestras cabezas no nos dejaba pensar. Mario Vargas se sentó en la tierra, y nosotros hicimos lo mismo. Era el líder natural. Y cuando hizo girar una botella vacía sobre el piso y el cuello de la misma apuntó hacia Horacio, entendimos la decisión fatal de aquel juego que negociaba nuestras vidas, pero la verdad es que ya nos daba igual. Así fue como cada uno de los que nos salvamos bebió un poco de la cantimplora, y Horacio, maldiciéndonos, nos advirtió que no llegaríamos lejos. El pájaro chistó. Después de un instante de furia, nos rogó que le diéramos una ración, la mitad siquiera de la nuestra, pero ya no lo escuchábamos. Nos sentíamos miserables.
Yo tenía miedo de que la suerte no me acompañara en la próxima estación, cuando nos sentáramos a observar, temblando, a quién mandaría al infierno aquella botella vacía. Pero ya ves, aquí estoy. Y el pájaro negro...
Carlos, detrás de la puerta, se comía las uñas, oyendo.
Imaginó la escena y su corazón empezó a latir con fuerza.
Había barullo en la habitación de arriba.
Una bronca fingida de la hermana mayor, quien llamaba a la paz, encendió repentinamente su ira, y subiendo los escalones de dos en dos, se presentó ante ellos.
Los rayos del sol dominguero hacían que las más delicadas flores del jardín agacharan las cabezas. Un colibrí se entregaba al placer de libar con su trompa el néctar de las flores.
Los primos lo observaron durante un largo rato. Y él les dijo, con una voz inflada por el entusiasmo, que estuvieran listos rápidamente pues irían a dar un paseo. Mientras escuchaba al mellizo dar gritos de Tarzán (aquella alegría lo llevó al paroxismo de imitar al rey de la selva) sentía en su interior el llamado misterioso de una última aventura.
Cuando los cuatro emprendieron la caminata en dirección al bosque, Carlos sólo llevaba en su mochila dos cantimploras con agua y una botella vacía.

lunes, 28 de febrero de 2011

LA EXTRAÑA CONDUCTA DE AUGUSTO QUESADA


Pablo Picasso

LA EXTRAÑA CONDUCTA DE AUGUSTO QUESADA

POR DELFINA ACOSTA

Dedico este cuento a todos los que sufren opresión en su lugar de trabajo.

Entró a la oficina y al sacarse el abrigo sintió que se despojaba de la calle que tenía aquel olor a gente libre que le causaba - todavía - un impulso infantil de seguir cualquier camino, menos el de su casa.
Cuando comenzó a trabajar en la Firma Toscana, la sucesión de los días ungidos con algún que otro sudor nada más, imprimía un ligero sentimiento de esperanza en Augusto Quesada.
Era él un hombre que albergaba su timidez dentro de sus grandes hombros arqueados, aunque a veces se dispersaba, se sacudía, disconforme, en el maridaje de sus treinta y cinco años y su soltería.
Detrás de su aspecto gris pasaba casi inadvertido; le gustaba, sin embargo, su figura opaca, pues en su opacidad se sentía a salvo de aquellas miradas femeninas que solían asestar la exigencia del buen vestir en los paseanderos matinales de la plaza ubicada frente a la Firma. Ellos iban y venían con sus rayas, su pelo untado con gomina, la insistencia luminosa de sus gemelos, y los dijes que daban no sé qué aire de propiedad a sus chalecos. Lo pasado de moda volvía a usarse. Pero a Quesada, desde luego, lo tenía sin cuidado.
En el trabajo se afirmaba como individuo. No significaba esfuerzo alguno ir juntando los papeles, desde el veinte hasta el treinta, o el cuarenta, y clasificarlos cuidadosamente según el destinatario.
Con un silbido de satisfacción seleccionaba los termos donde el café aguardaba para salir con la urgencia del líquido hervido y vaporoso al aire. Rápidamente la oficina se llenaba con ese entusiasmo que sólo la cafeína suele despertar. Sus compañeros, gente joven como él, en su mayoría, eran de hacer chistes cuando el jefe no se encontraba por los alrededores o mandaba decir que estaría en la sucursal sobre la calle Austria. Y si bien no podía, no se permitía reir públicamente, porque no, porque pensaba que no era la hora indicada - todavía - para eso, a la noche, en un momento dado, zas, recordaba alguno de los chistes más exitosos, y bajaba de dos en dos las escaleras de su cuarto para contárselo a su madre.
Ella también reía poco, pero para él, aquella porción de gracia ajena que traía del trabajo a la casa, tenía casi tanta importancia como el dinero de su sueldo.
Y sí que hacía falta el metal.
Y su madre, doña Margarita, le hacía recordar a menudo su pobreza, yendo de un extremo a otro de la galería desierta de sus pobres vidas. Esas quejas pequeñas, que caían como gotas de un grifo mal cerrado, y aquella manera suya de hablar por teléfono, diciendo a sus amigas que no, que no podría acompañarlas en su visita al nosocomio “ Via Apia” porque no se quería arrimar - siquiera - a la calle, con tan poco dinero, nublaban su corazón.
- No sé por qué nos ha tocado este destino, pero supongo que..., decía de vez en cuando la mujer, y luego se iba para el fondo del patio donde un loro margariteño subía y bajaba de las ramas de un arrayán blanco. Era así como doña Margarita dejaba, adrede, el resto de la casa para Augusto, y ese resto pesaba, y cuánto, pues la humedad se agolpaba en las paredes, y el viento frío golpeaba ya una puerta, ya una ventana, ya la claraboya del dormitorio, como si quisiera instalarse en el sitio.
A veces pasaban días sin hablar, entonces Augusto se quejaba de no tener un amigo a quien visitar para permanecer callado al menos con él; eso sería menos perezoso que quedarse tendido sobre el sofá del comedor, con los ojos clavados en el bombillo del techo, mientras su madre iba de aquí para allá con su silencio, empujada por un enojo que se marchaba sólo con la oscuridad nocturna. A la noche todo era santa paz.

Luz Alonso, experta en el conocimiento de la sintaxis, se desempeñaba bien, o mejor todavía, como correctora, recibiendo un buen trato de la Dirección. Era ligeramente bizca, pero la preciosidad de sus grandes ojos azules sobrevolaba sobre su defecto que terminaba pareciendo un necesario toque humano en tanta perfección.
Sus dedos caían sobre las teclas de la máquina, sin prisa y sin pausa. Era así, observándola trabajar dentro de ese ritmo con que ella presumía de cierta superioridad, cuando pensaba que su empleo confirmaba la continuación opaca de su persona. Sin embargo, pronto se daba en olvidar su condición de asistente. Así debía ser.

La oficina, aquella mañana, olía a caléndulas a ratos, aunque más parecía oler a accesorios de belleza femenina. Tras saludar a Luz con una leve inclinación de cabeza y un mecánico suspiro de gente trabajadora, fue a hablar con Miguel Hernández, el encargado de redactar las notas, las monografías y los resúmenes.
Y Miguel le largó la noticia de que el jefe quería hablar con él apenas llegara a la oficina. Ni una palabra más, ni una palabra menos, pues así obraba la comunicación entre ambos, por esas condiciones restringentes de sus respectivos trabajos en una oficina donde el horario ponía en el borde del tiempo sus existencias.
Que quisiera tener una conversación con él, siempre útil para las cosas nimias, casi insignificantes, pero para nada más, le causó una gran impresión; miró con los ojos muy abiertos a Miguel quien bajó la mirada, esquivando una situación difícil para la que no estaba listo.
Y dijo Augusto Quesada:
- ¿Parecía enojado cuando habló contigo?
- Ya sabes... - contestó malhumorado, y se levantó para ir a tomar café.
Caminó unos pasos desesperados hasta llegar al pasillo. Pensó... Pensó... Tal vez alguien, cómo saber quién, hubiera elaborado un informe impreciso sobre su trabajo en la empresa y el jefe quería hacerle algunas consultas, aunque bien se sabía en la Dirección cuántas veces volvía sobre su esmero, a veces ya manía, para asegurarse de que ningún empleado le tuviera que reclamar un olor, alguna cáscara de espelta, y una mosca viva, sobre todo. Cuánto se hablaba sobre el peligro de la ovoposición de las moscas después de que el maquinista Manuel Amarilla, apenas recuperado de una enfermedad intestinal, contaba con orgullo a quien quisiera escucharle, que los insectos habían batallado por quitarle la vida.
Hablando para sí, un poco en voz baja, y otro poco en voz alta, se encontró sin darse cuenta frente al jefe. Y entonces le vino el recuerdo de su esmerada sumisión que tanto placer causaba en la personalidad huraña de su superior, y sonrió, y pidió reiteradas disculpas por su torpeza, por su vacilación, y estuvo a punto de echar al aire una broma sobre su conducta, cuando el señor Murillo le sonrió también, mostrando unos dientes desparejos, y así, sin prestarle ningún interés, le advirtió que lo despediría de la empresa si no tomaba en serio sus menesteres.
- Tomar en serio..., claro, tomar en serio... - susurró Augusto Quesada, queriendo entender el sentido de la orden. Pero recordó que al patrón le gustaba que se lo obedeciera sin chistar, sin rezongar, sin pensar.
- Nada..., nada..., decía yo nomás ... - agregó y secó el sudor de su frente con su viejo pañuelo de tela cuadrada.
- Estoy intentando reducir el personal; no quisiera echarlo a la calle, señor Quesada, pero esa entrega suya a la pereza, como si nada le importara... - dijo dirigiéndose a la ventana para contemplar aquella luz perfecta del día que caía entre las hojas caducas de los gomeros.
Y Quesada no defendió su laboriosidad de tantos años, su puntualidad inglesa que el mismo jefe tomaba como ejemplo para descalificar las quejas de los sancionados de la semana y del mes, sino que, frotándose las manos, y haciendo como quien recuerda de pronto alguna gravedad, el hervor mismo del tiempo en la hornalla a gas, le contestó que sí, que ya se había dado cuenta de que venía flojo y liado en los últimos tiempos, pero que aquello, lo de la pereza no se repetiría nunca, nunca más, y antes de que el señor Murillo le contestara, pidiendo permiso, permiso, permiso, y maréandose en su propia educación, se dirigió hacia la puerta de madera de caoba y desapareció detrás de ella.

En la oficina sus compañeros trabajaban sin dejar de distraerse de cuando en cuando.
María Esther, la asmática, abría una bolsa de plástico en busca de aquella esencia de eucalipto y espliego que solía inhalar cuando la enfermedad le venía. Sus pulmones remolcaron trabajosamente la sangre saturada ya de cortisona, y la respiración se le fue volviendo un llanto, unas convulsiones que azulaban su continente. Nada. Sabía que debía trabajar, aunque el doctor Mujica, el médico de la empresa, un italiano de ochenta años, que defendía el uso de la cortisona aún cuando ya hiciera su aparición el mal de Cushing en el paciente, le decía que no abusara, que se quedara en la cama cuando se descomponía.
Augusto Quesada se sintió abandonado a su suerte cuando la vio descompuesta. En otras oportunidades era de mostrarse resuelto; basta decir que no sólo la ayudaba a tomar un taxi para volver a su apartamento, siempre en alquiler, sino que también la acompañaba durante el trayecto, pendiente ya del velocímetro, ya de su respiración. Una cosa de locos...
Suspiró como nunca.
Y se quedó así, tan atrás de todo, pues sabía que el jefe era omnipresente, y cuando vio que Ana María, la limpiadora, se le acercó y le empezó a dar ese cariño maternal que pone la rúbrica de oro a cualquier atención, se retiró aliviado.
Cómo había cambiado su suerte de un día para otro.
Dio unos pasos ligeros y se fue para la zona donde estaban los cocodrilos. Antes había un aroma frutal en el sitio. Una madreselva, trepando por el arco del aljibe, dejaba caer sus flores a la luz tibia de la mañana. Ahora se sentía el alerta por el olor a trementina que despedía el maderamen recién pintado del pequeño zoológico. Esas especias acuáticas, impulsadas por sus violentas colas, no tenían frutas caídas, ni ranas, ni cangrejos, ni retoños, ni nada con qué alimentarse que no fueran los pescados de lánguida fosforescencia guardados en el frigorífico. Desde el día anterior estaban en ayunas pues quien los daba de comer se había mandado mudar. Y así, arrepintiéndose de entrada, decidió hacerse cargo de ellos. Ya se enteraría el jefe. Y sintió que los cocodrilos debían saber de su desventura, así que les habló y les dijo que viéndose reducido a la condición de individuo que está a punto de caer de un andamio, necesitaba hacer su tarea tan bien como la hacía Pepe, quien los solía tener media mañana entretenidos en su furia pues les daba con el palo de bambú a la altura de sus grandes dientes hasta que no podían más y se retiraban, fatigados, y luego se echaban sobre el charco para que el sol que les diera de lleno sobre sus escamas.
“Creo haber sido noble”, se dijo

Luego subió a la oficina, y cambió el registro visual de aquellos grandes ojos de los cocodrilos que se entrecerraban lánguidamente, por la mirada de Delia, quien estaba con seguridad extrañada pues todavía no le había dado el saludo del día.
Las faenas se agolpaban unas sobre otras. Así como los días.
La sombra de los árboles callejeros caían, abandonadas, sobre el musgo de la veredas aquel 27 de marzo.
En un intento por apresurar el crepúsculo y marcharse de una buena vez de ese sitio, salió a la calle. Y allí, en la puerta de salida, estaban las palomas, junto al anciano del saco sin botones que leía un periódico. Envidió su compañía, y ese tiempo suyo que debía de tener mucha paz pues hacía de aquel acto, casi religioso, de permanencia en el taburete, una preciosa estampa de San Francisco de Asís.
Por fin, al caer las seis de la tarde, se marchó hacia su casa.
Su madre estaba mirándose en el óvalo del ropero. Y le dijo, al llegar, que había comprado aquel vestido de raso color cobrizo que había visto la semana pasada en la tienda de don Pascual, o don Benito, en fin, no importaba.
Y él se quedó pensando un rato y renunció a la idea de contarle su drama, pues ella nada podía hacer. Se ahogaba en su risa mientras intentaba sacarse la blusa y la chaqueta de punto cuyo botón había caído rodando por el piso.
Con un relámpago de sabiduría final advirtió que su madre era una niña.
Le recriminó que no la ayudara, mientras no paraba de reir. Pero le prometió que le permitiría una opinión de hombre, aunque sabía que el gusto de un hijo sin novia suele ser desabrido.
Prefirió no hablar. Y ella, maldición, le preguntaba cómo le iba en el trabajo, y qué le había dicho el jefe a su compadre Benito de la Cerda, quien estaba aquejado del raquis y hasta la pantorrilla y necesitaba un traslado pues sus huesos ya no estaban para cargar sobre sus hombros aquellos fardos de papeles. Y así, sabiendo que no podía hablar, se fue metiendo en el túnel nostálgico del sábado, aguardando que fuera pronto domingo, para pensar con provecho en la proximidad del lunes; y la asfixia del lunes le llegó, y ya se pensaba limpiando la máquina de escribir de la señora Rosa Méndez, cuyas cintas y carretes se quedaban sin vida después de tres páginas; la torpeza de su dueña era la única causa de sus recaídas, y el temor de la señora Rosa Méndez de equivocarse y tener que pedirle ayuda nuevamente se fue volviendo también su temor, de modo que por un instante creyó ser ella, sin embargo un fuerte dolor de cabeza le salvó.
En el patio, las acacias florecían y un caminillo de hormigas rojas se dirigían hacia el árbol de guayabo.
Conspirando contra el fin de semana, diciéndose que los lunes no suelen ser fatales como piensa la mayoría de la gente, se encontró ya en la oficina. Y era un lunes bien lunes. Fue a limpiar los escritorios, con la atención y el ritmo con que imprimía siempre a sus movimientos. Después se dirigió hacia la vitrina, reliquia viva del jefe. Dos viejas poltronas de tapicería lucían su antigüedad en los costados. Una gran figura de porcelana estaba en el exhibidor del entrepiso. Era un objeto precioso, un Buda, de la mejor precisión y delineamiento en las formas, con un aire de delicadeza, y de ausencia de temor en su rostro, aunque su esqueleto fuera tan frágil.
El Buda se hallaba entre una talla en cobre que mostraba a San Miguel aplastando al dragón, y varios objetos de arte de marfil europeo y juegos de plata vieja; la poca presencia de luz en el sitio afirmaba la condición de viejo santuario de aquella vitrina. Sabiendo que debía tomarlo con el mayor cuidado, para que no se fuera a caer de él, el eje de su concentración se rompió, y antes que el Buda fuera a estrellarse contra el suelo, él ya supo de su desgracia.
Ah..., se había pulverizado.
Cierto es que el jefe no acostumbraba llegar a la oficina por la puerta de entrada que tenía acceso a la calle principal, sino por la parte de atrás. Eran nulas, entonces, las posibilidades de que pasara por el entrepiso y notara la ausencia de la obra de arte.
Juntó los restos.
Nadie lo había visto.
Pero él, sin saber por qué, ni cómo, se encontró ya discutiendo con su superior. Con una bofetada bastaría, pensó. Y buscando el bofetón que siempre sueña dar el empleado al empleador, tropezó, presa de su apuro, de su desesperación, y fue a caer desde la ventana del noveno piso.
La gente de la calle vino corriendo a ver su cuerpo muerto y desparramado sobre la vereda.
Augusto Quesada se encontró ante especies disecadas de halcones peregrinos, azores de ojos chispeantes, águilas de plumas de breves luces, y todo aquel catálogo de aves que suele honrar el arte de la cetrería. Los animales mostraban sus bustos elegantes en un árbol de ramas nudosas en las que se enquistaban las marañas de muérdagos.
Dudaba. Era casi seguro que no se encontraba ya en la oficina.
Un llamado tibio de una paloma le distrajo.
Era toda música la bella paloma que cantaba para él.
Cuando el ave emprendió vuelo hacia el cielo, él la siguió, feliz, con sus alas desplegadas.

martes, 1 de febrero de 2011

EL FORASTERO

Irene Suchoki

EL FORASTERO

POR DELFINA ACOSTA


En el pueblo no ocurría nada.
Gertrudis, que vendía flores de origami frente al cementerio cada domingo, y Andrés, que solía traer alguna que otra presencia dominical suya hasta el portón de hierro para que se viera la calidad de la gabardina de sus pantalones, hablaban, y hablando, tosían niebla. A veces les pasaba por los ojos el recuerdo del día en que vieron abandonar al cura párroco el pueblo.
Nadie iba a misa y a él le quedaban muy grandes esos apóstoles de caliza de su iglesia, uno debajo de cada tragaluz hexagonal, y sobre todo el crucificado, que con la cabeza gacha y ladeada sobre su hombro derecho, parecía contagiarle la muerte, haciendo aún más penosa y desventurada su situación de religioso sin fieles.
Si existiera una murmuración de aquellas generaciones indiferentes a Dios que inventaran una sospechosa relación entre su persona y el ama de llaves de la casa parroquial, aquella habladuría, aquel comadreo le parecerían solamente un pecado que debía perdonar, pero nadie murmuraba nada.
Ni una irrelevancia: “Ah... he visto al cura párroco buscando a su perro, pero él no me vio, aunque Benito sí”.
Ninguna gravedad: “Y después de media damajuana de vino, se le da por otra media damajuana más, y al llegar a una damajuana, tú le llamas don Tomás, o don Jaime, o don José María, y te cree y se te acerca”.

A veces caía alguna que otra gente en el pueblo, pero luego desaparecía.
Las casas, con el musgo y las hiedras trepando por las paredes, y las palomas quedándose a vivir en los aleros, esa agua desabrida del aljibe que subía cayéndose a veces de sí misma, aquellas luces callejeras que venían a morir puntualmente a las seis del crepúsculo, espantaban a las personas que no entendían cómo era posible una existencia sin autos levantando polvareda por el camino, sin calles con nombres difíciles de leer en el primer intento, sin un parque con glorietas a donde ir a buscar un trébol de cuatro hojas y arrancar la nostalgia, la melancolía del sitio.
Somos gente sola - dijo Gertrudis.
La señora Florencia no cuenta, jamás sale de su casa, salvo que venga a llevarla a pasear alguna amiga que jamás la visitó - mencionó Andrés.
Fue en un día de mucha humedad, pero de leves y de breves apariciones del viento sur que traía un poco de alivio a la gente asmática del sitio, cuando llegó un hombre de sombrero panameño y larga barba pelirroja en un auto modelo 60. Algunos curiosos se sintieron a salvo de aquel pueblo tan chico y desolado y aburrido.
En una ciudad uno despierta y ya está mirando más de dos veces el reloj de pared para asegurarse de que la hora no le está engañando; al oír la bocina de los taxis, uno salta, como alertado por una sirena, y va a recoger el diario del pasto que se afana en mantener su frescura, y luego corre a hacer la primera llamada telefónica del día.
Ah..., en una ciudad uno despierta, y ya está abriéndose paso entre el intento de amabilidad de los demás, con un nervioso “Permiso, permiso”.
Villeta... En el pueblo todo es tan distinto, empezando por la levedad del aire que se abandona al vuelo delicado de las más coloridas mariposas.
Sale doña Mariana a buscar a su gato como a las diez y cuarto, cuando el Sol aún no pica en la piel, y la resolana se mantiene en la vereda de enfrente, y cualquiera del pueblo, pues todos conocen a su rufián de pelaje blanco y un ojo nublado, le cuenta que vio su sombra dando vueltas por allí.
Es el viento tan liviano en ese sitio de casas viejas.
Aún los pasos de la gente reflejan esas casas, la gente que va sin apuro alguno, a encontrarse con alguien, o a desencontrarse, para marcharse después en dirección a un camino tardío, hecho a la forma de la sombra de los largos árboles de eucaliptos.
- Sirviéndose el mate, entre los amagos del atardecer, los hombres charlaban en la cantina, que era un sitio como cualquier otro, en el que muchos cabían, aunque dos o tres personas se quedaban a veces atrás, escuchando, y los demás intentaban hacerse escuchar.
- ¿Para qué habrá venido? - dijo entre la tos del tabaco Tobías.
- Tiene la mirada de quien sabe que todos estaremos en su contra, pues la cara de forastero no se la saca ni con piedra - opinó Andrés, y lo imaginó de pronto prendiendo las lámparas de techo de la casa de don Viriato, quien hacía tiempo envejecía y sufría el suplicio de la gota en la capital.
Por dar batalla a los murciélagos y a las malezas, mantener - moderadamente - limpios el baño, la cocina y el altillo, cambiar las tejas rotas, y pagar unos pesos, los que sean, don Viriato le prestaba las llaves de su caserón a cualquiera que, además de aceptar sus condiciones, le cayera bien.
Tobías pensó en el forastero como le enseñó su abuela que debía pensar. La recordaba vaciando su tos seca en un pañuelo de seda y contando entre tos y tos cómo los forasteros se llevaban en una bolsa de arpillera a los niños que se portaban mal.
Entonces toda la mierda caía de él, como de un cielo poblado por negros, y aquella col que le costaba digestión y media junto con la paleta de chivo, salía convertida en una prolongación miserable de su cuerpo enfermo.

Pero al ver a aquel hombre emerger de entre el humo de su cigarrillo, (no lo había visto sino de espaldas, dirigiéndose hacia una calle delgada y musgosa que llevaba al río) sintió un susto todavía mayor que los sustos que lo dejaban empapado de sudor y de orín en su niñez, allá en el tiempo, con su abuela.
- Vaya uno a saber... Ah... ; miren que he vivido mucho. Quizás este señor, de tan mal aspecto... - murmuró Tobías clavando los ojos.
- Sí, compadre, y fíjese que con mandarlo del pueblo estaría resuelto el problema - comentó Andrés y por eso de hacer causa común clavó también los ojos.
- La señora Clara me ha comentado que está haciendo un pozo en el jardín trasero de la casa - intervino Joaquín, el hijastro de don Germán, mientras pasaba un trapo húmedo por el mostrador de la cantina.
- ¿Y después? ¿Tú qué dices? - habló de nuevo Tobías.
- Mi madre decía que cuando un hombre llega a un pueblo las mujeres se alegran pues encuentran el anillo perdido, la posibilidad de poner fin a su soltería.
Cayó la noche.
Y cada cual, con el pensamiento o el disgusto que le venía al caso a esa hora, se fue caminando para su casa.
Había un eco de viento.
Y al eco se le sumaba un suspiro como de dolor nocturno que busca la llave de la puerta para salir a la calle y caminar en busca de un distracción.
Por el camino de los perros, Tobías se dirigió fumando hacia su hogar, y encontró que tenían muy buen olor, especialmente esa noche, aquellos jazmines que colgaban en gajos de una casona pintada con color blanco.
Pero después decidió dar unas vueltas por el pueblo, y sin querer, eso es, sin querer, fue a parar hasta el sitio donde se encontraba el extranjero.
Y vio, desde la ventana abierta por donde se colgaba la ínfima luz de la Luna, la sombra de una persona en la pared. Al principio era una sola sombra larga, luego varias, flotantes, etéreas casi, se sumaban a ella. Dibujaban un baile al compás del vals “El Danubio Azul”.
Que el ruidoso pregonar de los grillos intentara distraer su atención, fue la incomodidad con la que tuvo que luchar durante un buen rato para no perder el movimiento de las sombras danzarinas y ese delgado hilo musical que estremecía su corazón.
La noche estaba estrellada y un lucero parpadeaba.
Se preguntaba qué extraña locura era aquella, la de bailar. Y pegaba su oído a la casa, y escuchaba risas, y algunos aplausos tímidos al inicio, aplausos delicados, que se perdían después de las manos para formar ya un llamado rápido, enérgico y precipitado; un llamado furioso, inapelable, a una pronta ejecución.
Sintiendo que el sudor le poblaba la frente, el cuerpo, y que la vejiga se le volvería en contra suyo en cualquier momento, vio con los ojos bien abiertos cómo arrastraban a la sombra recién ejecutada, convertida en profusa mancha de sangre, hasta la puerta principal.
Huyó.
Tomó de nuevo el camino de los perros para dirigirse a su casa y dormir, pero esa noche no pudo conciliar el sueño.
Y a la mañana, sin importarle que aún fuera muy temprano, tan temprano, y que el cielo tenía más de oscurecido que de clareado, fue a golpear las puertas de las casas del pueblo. La poca gente lo escuchó contar, con un por supuesto, Dios nos libre, y claro que sí, lo del asesinato en la casa de don Viriato. Finalmente el pueblo, en remolino de polvo, se dirigió hacia lo de Viriato.
Joaquín, por orden de don Germán, fue corriendo hasta la polvareda y la polvareda entendió las razones a los gritos que les daba el mozo: Había que deliberar sobre el crimen en el bar. La gente se sintió suelta y compuesta pues a cada uno le tocaría su turno de hablar.
- Nada más verlo, yo supe que ese extranjero mataría a cualquiera de nosotros, pues se le veía la intención en la ceja - dijo doña Ángela, y empapó el sudor temprano de la frente con un pañuelo que siempre tenía guardado en el bolsillo del delantal para circunstancias como ésas.
- A mí, el muy cabrón se me quiso echar con el auto encima, pero yo me tiré del lado del pasto, y caí sobre las boñigas; me levanté y durante un largo trecho corrí tras él. Pero ya ven. Los asesinos siempre escapan - contó Teodoro, el pastor de ovejas.
A esta altura de la conversación, la gente estaba más que animada. Y el licor corría de boca en boca como una mosca. Y uno decía que había que colgarlo de un árbol, y otro no paraba de reír pues el efecto del alcohol en el estómago vacío funcionaba como una cuerda.
Hablaron de su abuelo José, los mellizos Gastón y Abel Franco, y se ofrecieron, en nombre de él, que había sido asesinado por un forastero, ir a traer al asesino.
A esa altura del mareo, de las burbujas de cerveza que formaban bigotes en los rostros de algunos hombres y mujeres, de las carcajadas que hacían imposible casi el turno de la conversación, de los hipos que se celebraban como si fueran explosiones de fuegos artificiales, lo del ajusticiamiento pasó a ser un asunto de segunda necesidad, de modo que los mellizos, que estaban sobrios y furiosos, fueron por el extranjero, y llevándolo al cementerio, lo colgaron de un árbol de ceibo.
En el domingo siguiente se vio mucha gente en el camposanto.
Las mujeres colocaban unas violetas sublimes y unos crisantemos piadosos bajo la cruz sin nombre debajo de la cual tiritaba todavía, si los muertos tiritan, el extranjero.
Y había otras cruces sin nombres. Y otras. Y otras. La gente compraba flores de origami de Gertrudis, apostada frente al portón de hierro.
Rosas, santarritas, gardenias, jazmines, adelfas y claveles de papel para los forasteros ajusticiados por los mellizos del pueblo.