lunes, 28 de febrero de 2011

LA EXTRAÑA CONDUCTA DE AUGUSTO QUESADA


Pablo Picasso

LA EXTRAÑA CONDUCTA DE AUGUSTO QUESADA

POR DELFINA ACOSTA

Dedico este cuento a todos los que sufren opresión en su lugar de trabajo.

Entró a la oficina y al sacarse el abrigo sintió que se despojaba de la calle que tenía aquel olor a gente libre que le causaba - todavía - un impulso infantil de seguir cualquier camino, menos el de su casa.
Cuando comenzó a trabajar en la Firma Toscana, la sucesión de los días ungidos con algún que otro sudor nada más, imprimía un ligero sentimiento de esperanza en Augusto Quesada.
Era él un hombre que albergaba su timidez dentro de sus grandes hombros arqueados, aunque a veces se dispersaba, se sacudía, disconforme, en el maridaje de sus treinta y cinco años y su soltería.
Detrás de su aspecto gris pasaba casi inadvertido; le gustaba, sin embargo, su figura opaca, pues en su opacidad se sentía a salvo de aquellas miradas femeninas que solían asestar la exigencia del buen vestir en los paseanderos matinales de la plaza ubicada frente a la Firma. Ellos iban y venían con sus rayas, su pelo untado con gomina, la insistencia luminosa de sus gemelos, y los dijes que daban no sé qué aire de propiedad a sus chalecos. Lo pasado de moda volvía a usarse. Pero a Quesada, desde luego, lo tenía sin cuidado.
En el trabajo se afirmaba como individuo. No significaba esfuerzo alguno ir juntando los papeles, desde el veinte hasta el treinta, o el cuarenta, y clasificarlos cuidadosamente según el destinatario.
Con un silbido de satisfacción seleccionaba los termos donde el café aguardaba para salir con la urgencia del líquido hervido y vaporoso al aire. Rápidamente la oficina se llenaba con ese entusiasmo que sólo la cafeína suele despertar. Sus compañeros, gente joven como él, en su mayoría, eran de hacer chistes cuando el jefe no se encontraba por los alrededores o mandaba decir que estaría en la sucursal sobre la calle Austria. Y si bien no podía, no se permitía reir públicamente, porque no, porque pensaba que no era la hora indicada - todavía - para eso, a la noche, en un momento dado, zas, recordaba alguno de los chistes más exitosos, y bajaba de dos en dos las escaleras de su cuarto para contárselo a su madre.
Ella también reía poco, pero para él, aquella porción de gracia ajena que traía del trabajo a la casa, tenía casi tanta importancia como el dinero de su sueldo.
Y sí que hacía falta el metal.
Y su madre, doña Margarita, le hacía recordar a menudo su pobreza, yendo de un extremo a otro de la galería desierta de sus pobres vidas. Esas quejas pequeñas, que caían como gotas de un grifo mal cerrado, y aquella manera suya de hablar por teléfono, diciendo a sus amigas que no, que no podría acompañarlas en su visita al nosocomio “ Via Apia” porque no se quería arrimar - siquiera - a la calle, con tan poco dinero, nublaban su corazón.
- No sé por qué nos ha tocado este destino, pero supongo que..., decía de vez en cuando la mujer, y luego se iba para el fondo del patio donde un loro margariteño subía y bajaba de las ramas de un arrayán blanco. Era así como doña Margarita dejaba, adrede, el resto de la casa para Augusto, y ese resto pesaba, y cuánto, pues la humedad se agolpaba en las paredes, y el viento frío golpeaba ya una puerta, ya una ventana, ya la claraboya del dormitorio, como si quisiera instalarse en el sitio.
A veces pasaban días sin hablar, entonces Augusto se quejaba de no tener un amigo a quien visitar para permanecer callado al menos con él; eso sería menos perezoso que quedarse tendido sobre el sofá del comedor, con los ojos clavados en el bombillo del techo, mientras su madre iba de aquí para allá con su silencio, empujada por un enojo que se marchaba sólo con la oscuridad nocturna. A la noche todo era santa paz.

Luz Alonso, experta en el conocimiento de la sintaxis, se desempeñaba bien, o mejor todavía, como correctora, recibiendo un buen trato de la Dirección. Era ligeramente bizca, pero la preciosidad de sus grandes ojos azules sobrevolaba sobre su defecto que terminaba pareciendo un necesario toque humano en tanta perfección.
Sus dedos caían sobre las teclas de la máquina, sin prisa y sin pausa. Era así, observándola trabajar dentro de ese ritmo con que ella presumía de cierta superioridad, cuando pensaba que su empleo confirmaba la continuación opaca de su persona. Sin embargo, pronto se daba en olvidar su condición de asistente. Así debía ser.

La oficina, aquella mañana, olía a caléndulas a ratos, aunque más parecía oler a accesorios de belleza femenina. Tras saludar a Luz con una leve inclinación de cabeza y un mecánico suspiro de gente trabajadora, fue a hablar con Miguel Hernández, el encargado de redactar las notas, las monografías y los resúmenes.
Y Miguel le largó la noticia de que el jefe quería hablar con él apenas llegara a la oficina. Ni una palabra más, ni una palabra menos, pues así obraba la comunicación entre ambos, por esas condiciones restringentes de sus respectivos trabajos en una oficina donde el horario ponía en el borde del tiempo sus existencias.
Que quisiera tener una conversación con él, siempre útil para las cosas nimias, casi insignificantes, pero para nada más, le causó una gran impresión; miró con los ojos muy abiertos a Miguel quien bajó la mirada, esquivando una situación difícil para la que no estaba listo.
Y dijo Augusto Quesada:
- ¿Parecía enojado cuando habló contigo?
- Ya sabes... - contestó malhumorado, y se levantó para ir a tomar café.
Caminó unos pasos desesperados hasta llegar al pasillo. Pensó... Pensó... Tal vez alguien, cómo saber quién, hubiera elaborado un informe impreciso sobre su trabajo en la empresa y el jefe quería hacerle algunas consultas, aunque bien se sabía en la Dirección cuántas veces volvía sobre su esmero, a veces ya manía, para asegurarse de que ningún empleado le tuviera que reclamar un olor, alguna cáscara de espelta, y una mosca viva, sobre todo. Cuánto se hablaba sobre el peligro de la ovoposición de las moscas después de que el maquinista Manuel Amarilla, apenas recuperado de una enfermedad intestinal, contaba con orgullo a quien quisiera escucharle, que los insectos habían batallado por quitarle la vida.
Hablando para sí, un poco en voz baja, y otro poco en voz alta, se encontró sin darse cuenta frente al jefe. Y entonces le vino el recuerdo de su esmerada sumisión que tanto placer causaba en la personalidad huraña de su superior, y sonrió, y pidió reiteradas disculpas por su torpeza, por su vacilación, y estuvo a punto de echar al aire una broma sobre su conducta, cuando el señor Murillo le sonrió también, mostrando unos dientes desparejos, y así, sin prestarle ningún interés, le advirtió que lo despediría de la empresa si no tomaba en serio sus menesteres.
- Tomar en serio..., claro, tomar en serio... - susurró Augusto Quesada, queriendo entender el sentido de la orden. Pero recordó que al patrón le gustaba que se lo obedeciera sin chistar, sin rezongar, sin pensar.
- Nada..., nada..., decía yo nomás ... - agregó y secó el sudor de su frente con su viejo pañuelo de tela cuadrada.
- Estoy intentando reducir el personal; no quisiera echarlo a la calle, señor Quesada, pero esa entrega suya a la pereza, como si nada le importara... - dijo dirigiéndose a la ventana para contemplar aquella luz perfecta del día que caía entre las hojas caducas de los gomeros.
Y Quesada no defendió su laboriosidad de tantos años, su puntualidad inglesa que el mismo jefe tomaba como ejemplo para descalificar las quejas de los sancionados de la semana y del mes, sino que, frotándose las manos, y haciendo como quien recuerda de pronto alguna gravedad, el hervor mismo del tiempo en la hornalla a gas, le contestó que sí, que ya se había dado cuenta de que venía flojo y liado en los últimos tiempos, pero que aquello, lo de la pereza no se repetiría nunca, nunca más, y antes de que el señor Murillo le contestara, pidiendo permiso, permiso, permiso, y maréandose en su propia educación, se dirigió hacia la puerta de madera de caoba y desapareció detrás de ella.

En la oficina sus compañeros trabajaban sin dejar de distraerse de cuando en cuando.
María Esther, la asmática, abría una bolsa de plástico en busca de aquella esencia de eucalipto y espliego que solía inhalar cuando la enfermedad le venía. Sus pulmones remolcaron trabajosamente la sangre saturada ya de cortisona, y la respiración se le fue volviendo un llanto, unas convulsiones que azulaban su continente. Nada. Sabía que debía trabajar, aunque el doctor Mujica, el médico de la empresa, un italiano de ochenta años, que defendía el uso de la cortisona aún cuando ya hiciera su aparición el mal de Cushing en el paciente, le decía que no abusara, que se quedara en la cama cuando se descomponía.
Augusto Quesada se sintió abandonado a su suerte cuando la vio descompuesta. En otras oportunidades era de mostrarse resuelto; basta decir que no sólo la ayudaba a tomar un taxi para volver a su apartamento, siempre en alquiler, sino que también la acompañaba durante el trayecto, pendiente ya del velocímetro, ya de su respiración. Una cosa de locos...
Suspiró como nunca.
Y se quedó así, tan atrás de todo, pues sabía que el jefe era omnipresente, y cuando vio que Ana María, la limpiadora, se le acercó y le empezó a dar ese cariño maternal que pone la rúbrica de oro a cualquier atención, se retiró aliviado.
Cómo había cambiado su suerte de un día para otro.
Dio unos pasos ligeros y se fue para la zona donde estaban los cocodrilos. Antes había un aroma frutal en el sitio. Una madreselva, trepando por el arco del aljibe, dejaba caer sus flores a la luz tibia de la mañana. Ahora se sentía el alerta por el olor a trementina que despedía el maderamen recién pintado del pequeño zoológico. Esas especias acuáticas, impulsadas por sus violentas colas, no tenían frutas caídas, ni ranas, ni cangrejos, ni retoños, ni nada con qué alimentarse que no fueran los pescados de lánguida fosforescencia guardados en el frigorífico. Desde el día anterior estaban en ayunas pues quien los daba de comer se había mandado mudar. Y así, arrepintiéndose de entrada, decidió hacerse cargo de ellos. Ya se enteraría el jefe. Y sintió que los cocodrilos debían saber de su desventura, así que les habló y les dijo que viéndose reducido a la condición de individuo que está a punto de caer de un andamio, necesitaba hacer su tarea tan bien como la hacía Pepe, quien los solía tener media mañana entretenidos en su furia pues les daba con el palo de bambú a la altura de sus grandes dientes hasta que no podían más y se retiraban, fatigados, y luego se echaban sobre el charco para que el sol que les diera de lleno sobre sus escamas.
“Creo haber sido noble”, se dijo

Luego subió a la oficina, y cambió el registro visual de aquellos grandes ojos de los cocodrilos que se entrecerraban lánguidamente, por la mirada de Delia, quien estaba con seguridad extrañada pues todavía no le había dado el saludo del día.
Las faenas se agolpaban unas sobre otras. Así como los días.
La sombra de los árboles callejeros caían, abandonadas, sobre el musgo de la veredas aquel 27 de marzo.
En un intento por apresurar el crepúsculo y marcharse de una buena vez de ese sitio, salió a la calle. Y allí, en la puerta de salida, estaban las palomas, junto al anciano del saco sin botones que leía un periódico. Envidió su compañía, y ese tiempo suyo que debía de tener mucha paz pues hacía de aquel acto, casi religioso, de permanencia en el taburete, una preciosa estampa de San Francisco de Asís.
Por fin, al caer las seis de la tarde, se marchó hacia su casa.
Su madre estaba mirándose en el óvalo del ropero. Y le dijo, al llegar, que había comprado aquel vestido de raso color cobrizo que había visto la semana pasada en la tienda de don Pascual, o don Benito, en fin, no importaba.
Y él se quedó pensando un rato y renunció a la idea de contarle su drama, pues ella nada podía hacer. Se ahogaba en su risa mientras intentaba sacarse la blusa y la chaqueta de punto cuyo botón había caído rodando por el piso.
Con un relámpago de sabiduría final advirtió que su madre era una niña.
Le recriminó que no la ayudara, mientras no paraba de reir. Pero le prometió que le permitiría una opinión de hombre, aunque sabía que el gusto de un hijo sin novia suele ser desabrido.
Prefirió no hablar. Y ella, maldición, le preguntaba cómo le iba en el trabajo, y qué le había dicho el jefe a su compadre Benito de la Cerda, quien estaba aquejado del raquis y hasta la pantorrilla y necesitaba un traslado pues sus huesos ya no estaban para cargar sobre sus hombros aquellos fardos de papeles. Y así, sabiendo que no podía hablar, se fue metiendo en el túnel nostálgico del sábado, aguardando que fuera pronto domingo, para pensar con provecho en la proximidad del lunes; y la asfixia del lunes le llegó, y ya se pensaba limpiando la máquina de escribir de la señora Rosa Méndez, cuyas cintas y carretes se quedaban sin vida después de tres páginas; la torpeza de su dueña era la única causa de sus recaídas, y el temor de la señora Rosa Méndez de equivocarse y tener que pedirle ayuda nuevamente se fue volviendo también su temor, de modo que por un instante creyó ser ella, sin embargo un fuerte dolor de cabeza le salvó.
En el patio, las acacias florecían y un caminillo de hormigas rojas se dirigían hacia el árbol de guayabo.
Conspirando contra el fin de semana, diciéndose que los lunes no suelen ser fatales como piensa la mayoría de la gente, se encontró ya en la oficina. Y era un lunes bien lunes. Fue a limpiar los escritorios, con la atención y el ritmo con que imprimía siempre a sus movimientos. Después se dirigió hacia la vitrina, reliquia viva del jefe. Dos viejas poltronas de tapicería lucían su antigüedad en los costados. Una gran figura de porcelana estaba en el exhibidor del entrepiso. Era un objeto precioso, un Buda, de la mejor precisión y delineamiento en las formas, con un aire de delicadeza, y de ausencia de temor en su rostro, aunque su esqueleto fuera tan frágil.
El Buda se hallaba entre una talla en cobre que mostraba a San Miguel aplastando al dragón, y varios objetos de arte de marfil europeo y juegos de plata vieja; la poca presencia de luz en el sitio afirmaba la condición de viejo santuario de aquella vitrina. Sabiendo que debía tomarlo con el mayor cuidado, para que no se fuera a caer de él, el eje de su concentración se rompió, y antes que el Buda fuera a estrellarse contra el suelo, él ya supo de su desgracia.
Ah..., se había pulverizado.
Cierto es que el jefe no acostumbraba llegar a la oficina por la puerta de entrada que tenía acceso a la calle principal, sino por la parte de atrás. Eran nulas, entonces, las posibilidades de que pasara por el entrepiso y notara la ausencia de la obra de arte.
Juntó los restos.
Nadie lo había visto.
Pero él, sin saber por qué, ni cómo, se encontró ya discutiendo con su superior. Con una bofetada bastaría, pensó. Y buscando el bofetón que siempre sueña dar el empleado al empleador, tropezó, presa de su apuro, de su desesperación, y fue a caer desde la ventana del noveno piso.
La gente de la calle vino corriendo a ver su cuerpo muerto y desparramado sobre la vereda.
Augusto Quesada se encontró ante especies disecadas de halcones peregrinos, azores de ojos chispeantes, águilas de plumas de breves luces, y todo aquel catálogo de aves que suele honrar el arte de la cetrería. Los animales mostraban sus bustos elegantes en un árbol de ramas nudosas en las que se enquistaban las marañas de muérdagos.
Dudaba. Era casi seguro que no se encontraba ya en la oficina.
Un llamado tibio de una paloma le distrajo.
Era toda música la bella paloma que cantaba para él.
Cuando el ave emprendió vuelo hacia el cielo, él la siguió, feliz, con sus alas desplegadas.