miércoles, 2 de diciembre de 2009

GUÍA DEL CEMENTERIO, DELFINA ACOSTA. EDITORIAL SERVILIBRO



DELFINA ACOSTA, O LA BELLEZA DE LAS VERDADES OCULTAS

MARIANO SHIFMAN

Es una tarea imposible –afortunadamente- abarcar en unas pocas líneas la trayectoria de la poeta paraguaya Delfina Acosta. Al repasar su biografía llama la atención tanto la variedad de su obra como el amplio campo de intereses y conocimientos.
Talentosa poetisa –muy probablemente la más reconocida de su país-, narradora, periodista, ostenta asimismo un título en una profesión aparentemente lejana del ejercicio de las letras: es química y farmacéutica. Sin embargo, a quienes han frecuentado su obra, poco debería sorprenderles este dato; Delfina es capaz de descubrir el misterio de la existencia en cualquiera de sus múltiples y paradójicas facetas.
Fue un feliz azar el que me permitió conocerla, a través de Internet. A partir de entonces mantuve con Delfina Acosta un frecuente contacto, a través de la distancia –geográfica-, admirando el modo tan notable en que ella es capaz de ver el “lado escondido” de las cosas. Es invariable el placer que siento al leer sus poemas, cuentos y sabrosísimas notas en el prestigioso Suplemento Cultural del Diario ABC Color de Asunción, uno de los diarios más importantes del Paraguay.
Entre sus libros se destacan: “Todas las voces, mujer”, Poesía, Premio “Amigos del Arte”, 1986; La Cruz del colibrí, 1993, Poesía, y “Pilares de Asunción”, libro por el que fue premiada con el “Mburucuyá de Plata” por la Municipalidad de la ciudad de Asunción.
Aunque Delfina Acosta es principalmente conocida tanto en su país como en el resto de América Latina por su talento poético, también descuella en su faz de narradora. Uno de sus cuentos, “La fiesta en el mar”, recibió un reconocimiento en el Certamen “Néstor Romero Valdovinos” en 1993, y fue publicado en el diario “Hoy” de la capital paraguaya.
He tenido la suerte de disfrutar muchos de sus cuentos; tras varias relecturas, noto que nunca pierden su entrañable sabor de autenticidad. Sin abandonar nunca el vuelo lírico –su condición de poeta surge en cada línea-, Delfina logra que creamos que la historia es contada “para nosotros”. Pero el sabor oral, desde luego, no implica falta de relieve, sino muy por el contrario; se trata de la ardua sencillez de narrar lo fantástico o lo ineluctable con “las palabras de la tribu”, como quería el poeta francés Sthépane Mallarme. Cualquiera de los cuentos del volumen que tengo el honor de prologar –me vienen a la mente “La araña de oro”; “Mi primo y yo” “La casa prohibida”, o “La misión” entre otros- podría figurar en la más exigente antología del género. Personajes (o mejor, personas, por su carnadura vital) que viven del recuerdo de una ilusión perdida; mujeres que no pueden dejar de ser niñas, so pena de mentirse a sí mismas… Una galería de deliciosos protagonistas que hacen del secreto su verdad esencial.
A Delfina Acosta –a sus historias como sueños- se le cree siempre, porque despierta aquella convicción que sólo es capaz de trasmitir la verdad del arte. Todo lo contrario a lo que ocurre con tanta literatura pausterizada, o sujeta a las modas del establishment cultural.
El genial poeta estadounidense Walt Whitman expresó alguna vez con respecto a su obra: “quien toca este libro, toca a un hombre”. Parafraseando al autor de “Hojas de hierba”, podría afirmarse que quien se deje tocar por estos doce cuentos, quedará atrapado en un mundo personalísimo que –milagros de la alta literatura- refleja al mismo tiempo la condición humana desde sus múltiples vertientes.
Sin dudas, la publicación de los cuentos de Delfina Acosta hará justicia a una de las voces insoslayables de la literatura latinoamericana.

Mariano Shifman (Buenos Aires, 1969). Ha publicado “Punto Rojo”, Poesía, (1er. Premio XI Concurso Nacional de Poesía Editorial de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, año 2005). Poemas de su autoría han sido traducidos al francés, inglés y alemán, neerlandés y catalán. Parte de su obra puede leerse en diversos sitios de Internet.
Ha sido columnista del Suplemento Cultural del diario La Unión, de la ciudad de Lomas de Zamora, República Argentina.
Tiene inéditos un libro de poesía y otro de cuentos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

QUE NO TE PASE A TI

Óleo, Pablo Picasso


Era caída la tarde. Supe que Mario llegaba porque el portón rechinó.
El perro de la casa lo recibió festivamente.
Yo le dije el mimo al que lo tenía acostumbrado, cuando abrí la puerta: “Pero si vas a resfriarte con el fresco de la calle, cariño. Pasa pronto, pronto, y tomaremos un té de chamomilla ”. Los hombres son niños. Y somos las mujeres quienes los transformamos en señores.
Ellos se convierten en gente mayor sólo cuando se enamoran y deben aguardar bajo la farola de la cuadra, golpeados por los saltarines insectos de luz, que el reloj de la iglesia dé las ocho, para encarar la noche de luna llena. Es entonces cuando el alma de los murciélagos se apodera de los hombres, y comienzan a merodear - sigilosamente - alrededor de tu casa; finalmente su amor se convierte en aquel golpeteo incesante de la rama del boj contra los vidrios neblinosos de tu ventana. Si lo sabré yo, que una noche de estío me pasé sin dormir pues el árbol de los agrios extendía sus ramas espinosas, sus alambres con flores, hasta mi ventanal; un sacudón nervioso, como si recibiera un pinchazo en la vena yugular, me llevó a gritar: “¡Vete Rodrigo de mi habitación!”.
Mario entró. Olía a perfume que uno se aplica detrás de los lóbulos para ir a una cita. Una cena, tal vez. Ah... la espada de la fragancia que corta el aire...
Me dijo que estaba bella.
- Tienes un brillo especial en las pupilas. ¿Entonces has leído “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”? - preguntó. Y yo le dije que todavía no, y él me contestó que era común la injusta vacilación de los lectores ante aquellos hermosos versos de astros azules, de viento, de olvido y de amor de Pablo Neruda.

- Mañana, sí. Mañana... - le susurré.

Debo contar que me amaba. Lo adoraba.
Mientras tomaba su té, cantaba por lo bajo una canción de Edith Piaf.
Vestida a lo Greta Garbo yo me observaba en el espejo con marco de plata de la pared y esperaba que el espejo me mirara fijamente para empezar a delinear un grabado artístico sobre mis grandes párpados.
Después de tomar su té, Mario se sentó al piano.

Insistía en el opus 67 de Ludwig van Beethoven en vano.
No conseguía liberar el espíritu del genial compositor perseguido, quizás, por los ratones de aquella vieja caja de cuerdas y macillos forrados con fieltro.


Un último sol de oro, el sol crepuscular, intentaba levantar el ánimo de la tarde, posándose sobre las rosas amarillas de los canteros de mi jardín; el aliento rojizo del astro se entremezclaba con el chorro de agua que salía de las fauces de un hierático león por cuyas melenas trajinaban lagartijas amarillas. Y verdosas.
De golpe, el sol se desplomó.
Había oscurecido.
Mario bajó la tapa del piano. Pero ya no era él.
Había muerto. A lo lejos se escuchaba el triste piar de un pájaro gris con capucha negra.

No recuerdo qué ocurrió luego, sólo sé que semanas después, cuando el viento soplaba con fuerza en las calles y hacía rechinar el portón, yo me encontraba contando las gotas medicinales preparadas por el doctor Vázquez, que revolvía en mi té de tilo, y en mi otro té, una infusión de flor de azahar, milagrosos, al decir de las lenguas, para los nervios destrozados.

El perro se me volvió tristón. No movía la cola como antes, cuando le decía que se veía fortachón, y le pasaba - suavemente - mis manos por su pelaje gris.
Nos mirábamos, y cómo nos comprendíamos.
Era esa melancolía, de cuando se trata inútilmente de matar moscas sobre la mesa, la que consumía mis huesos.

Un día Mario vino a casa.
Caí semi-desvanecida sobre la alfombra.
- ¿Pero cómo has hecho? - le pregunté.

- Ah..., creí que tú lo sabías mejor que yo. Me has invocado, Margarita. No has hecho más que llorar y dejar la marca de tu boca pintada en el espejo de la sala, que era tu manera de besarme y manchar mi camisa. No pude resistir...
Suspiré. Las aves de los árboles se entremezclaban bulliciosamente.

- Se quedaron con la propiedad de San Telmo mis hermanos María y Alberto, de modo que tendré que vivir aquí, por un tiempo. Dormiré en el sofá. Y ahora haré un café especial, bien batido, para los dos - comentó animado.
Me sentí asombrada al escucharlo resolver con tanta simplicidad su muerte y su permanencia en mi casa.
Cada noche, cuando me levantaba para asegurarme de que las barretas cilíndricas de hierro estaban bien corridas, lo encontraba escribiendo con entusiasmo.
¿Qué podría escribir un hombre muerto?

Me figuraba que tendría poco apetito. Sin embargo todas las mañanas se servía un tazón de leche de cabra acompañado con rosquillas untadas con dulce de higos. Como a las nueve y media tomaba dos o tres tazas de café.
Almorzaba en una pieza, que funcionaba como ático. Un almuerzo importante, imperial, que superaba las condiciones de mi sucia y estropeada libreta de almacén: tortillas de arroz con una guarnición de ensalada griega, y encima un café espeso y caliente.
Al principio no me incomodó que dejara los cubiertos sucios en el lavadero, y que la leche hervida se añadiera como costra a la mesa de la cocina.
Pero luego me fastidiaron, me fueron saturando, tantas cáscaras de huevos, tanta sal esparcida sobre la mesa, como si fuera a propósito, tantas semillas de cítricos arrojadas fuera del basurero, que atraían a las cucarachas, las cuales, una vez reventadas por mis zapatillazos, atraían a su vez a las hormigas.
Me hallaba disgustada.
Muchas, tantas cosas no funcionaban bien en nuestra relación. Además había empezado a beber y me trataba con violencia cuando el whisky se le subía a la cabeza.
Mario era el menos interesado en encarar con juicio y sentido común los permanentes requerimientos que le hacía.
- Pero es que ya no puedo. ¿Me entiendes? Me he cansado de lavar los platos sucios. ¡Estoy hasta las narices! - le grité mientras bajaba una tarde de fina llovizna sobre los bulbos de los crisantemos del patio.
El viernes 23, a la noche, al levantarme para asegurarme de que los cerrojos estuviesen corridos, no lo encontré.
Desapareció.
Se hizo humo.
Ya no está más.
Quisiera sentirme en paz, considerar la idea de enamorarme nuevamente y de comprar helados de higos y de frutillas para tomarlos mientras miro la tele.
Pero los hombres, cuando ya no los quieres, siempre vuelven.

martes, 6 de octubre de 2009

VUELVO PRONTO

Oleo sobre lienzo, Mariano Fortuny

VUELVO PRONTO

Tras un hombre que amé en la primavera
se marchó mi vestido, enamorado.
Él me abrazó diciendo "vuelvo pronto".
La flor que me dejó arrugó mis manos.

Mi chal de Cachemira se llevó
quien me acostó a la sombra del verano,
y mudó a sus mejillas mi color,
y la sal de sus besos a mis labios.

Mi abrigo beige que calentó un otoño
me lo quitó, sobre el sofá, jugando,
el hombre de otra, que me dijo hallar
de soledades llenas nuestras manos.

Que todo se llevaron. Fue muy fácil
bajar el cierre de mis dos leopardos,
arrugar mis vestidos, deshojar...
A veces me sangraban los costados.

lunes, 28 de septiembre de 2009

AQUELLA QUE TE AMÓ

Gustav Klimt

AQUELLA QUE TE AMÓ

Delfina Acosta

Palomas de repente en mis mejillas.
Un sacudir de alas si regresas,
amante, a mi presencia y me perdonas
y arrancas de mi amor la sola queja.
Me juras por tus muertos, yo te juro
por Dios que a los demonios atormenta.
Y en brasas se convierten las palabras.
En pájaros sangrientos que pelean
por las migajas de las hostias últimas.
Ámame hombre en esta noche negra.
Mi historia es ésta: un lecho solitario,
un despertarme atada siempre a hiedras
y una almohada llena de tu rostro.
Mi vida toda es sólo sueño, niebla.
Mas llegas y mi voz ya no es cautiva.
Y aquella que te amó se me asemeja.

domingo, 27 de septiembre de 2009

EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS

Óleo sobre lienzo, Pablo Picasso


Levanté la mirada y caí rendida de desolación. Cuán grande era la casa, con sus habitaciones desnudas y húmedas por donde corría el viento frío de la tarde de agosto.
Un agosto ventoso y huraño.
Pensé, no sé porqué, en mi amigo Antonio, que estaría - seguramente - aguardando las campanadas de las cinco de la tarde para ir a misa, y salir luego de ella, a las siete, entre los empujones de la gente apurada; distraído él, con los ojos marcados por profundas ojeras, se dejaría empujar. Pobre...
Nada podía hacer ya Antonio; los oficios religiosos no le servían, sin embargo prefería el olor a incienso de la iglesia, que le producía un modo distinto de tristeza a aquella otra, tan bien conocida desde sus veinte años (ahora tenía treinta y cuatro), aquella tristeza que le hacía reclinar su cabeza sobre el respaldo del sofá, mientras Frank Sinatra cantaba “A mi manera”, y un hilo de conversación, entre él y su propio yo, se apagaba en el momento de encender un cigarrillo.
Sonó el timbre.
Era Consuelo, con su crisis de asma. Parecía una aparición frente al portón de mi casa.
Un estornino amarilláceo que la escuchó estornudar levantó el vuelo hacia el cielo; deseé entonces (siempre he sentido una profunda aflicción por los asmáticos) que los pulmones atormentados por la asfixia de mi pobre amiga se liberaran, y su carga fuera llevada por aquel pájaro que partía, aleteando con fuerza y vitalidad, hacia la claridad del firmamento.
La hice entrar. Y me contó. Y se sabe que contar es reunir los muebles ajados de la casa, el polvo de los pedestales, el desaparecimiento del repartidor de gas, la humedad de la tarde, los ácaros de las gavetas, la pérdida de los biblioratos, todo, en suma, en un suspiro largo, que de por sí lo dice todo. ¿No es cierto, acaso?
Ah..., le dije tomándole de las manos, que estaban frías. Caminamos.
Le comenté que la semana pasada había sufrido un nuevo ataque de melancolía.
Los ataques suelen ser terribles. Pareciera que la enfermedad bajara hasta mí desde la rama pálida del jazminero que crece junto a mi ventana; peor aún, pareciera que la misma rama se metiera en mi interior; suelo sentir cómo caen de mi boca aquellos jazmines salivosos las veces que hablo. Hablo para quejarme, sin saber qué me duele, ni dónde, aunque me duele y mucho.

Ay, vivo tan sola. Cuando enfermo no está nadie en la casa para prepararme un té de chamomilla o tilo, ni para decirme que quizás estoy exagerando, ni para prometerme que ya pasará este ruido molesto de puertas que se abren, rechinantes, en mi interior, aunque no hay modo de cerrarlas pues se sabe que ellas obedecen a los espíritus rebeldes.

Por las puertas abiertas entra no solamente la lluvia, con un olor a sal de alta mar, sino las formas delgadas de algunas personas a quienes no conozco y que me observan con atrevimiento; ellas ven en mi melancolía la asquerosa figura de un araña; me es tan fácil darme cuenta de que aquellas personas sienten temor de mí, pero allí están, embelesadas con mi estado melancólico que avanza sobre sus patas peludas (sus pobres y horribles patas de arácnido) en una enloquecida huida hacia cualquier parte, porque, insecto al fin, la observación de tantos ojos humanos moviliza su instinto de conservación, su pánico a los zapatillazos...

Consuelo notó mi abatimiento. Ya se sabe que dos personas tristes no hacen más que mirarse y suspirar por lo mucho que se entienden y lo poco que pueden hacer el uno por el otro.
- Te queda bonito ese rouge purpurino. Y esa blusa celeste combina con tus zuecos, porque los corchos... - me dijo, y había en su voz aquel sonido de violín que subía de tono o se languidecía según el nerviosismo con que el arco hacía vibrar las cuerdas.
Ah... la obra de arte de sus pobres bronquios.
Hace tiempo se me había ocurrido una idea. Y se la comenté.
Mis amigos, marcados por la depresión o la melancolía, solían aparecer por mi casa con frecuencia. Formaría el club de los melancólicos, entonces. La decisión estaba echada.
Los requisitos, exagerados desde luego, los escribí en un papel que guardé dentro de una carpeta. Estas extravagancias (¿o debo decir locuras?) se me ocurrieron: Amar el arte en cualquiera de sus expresiones. Concebir la vida como un disgusto, un desaire, un piano de cola que cargamos sobre las espaldas a donde quiera que vayamos, sea lluvioso o húmedo el estado atmosférico; entender la perra vida como una forma de existir donde el suicidio podría considerarse, un domingo, a la hora cinco, como una oportunidad de escape. Esquivar a los felices, que suelen hacer la existencia imposible con sus chistes groseros y sus risas que ruedan como pelotas de tenis hasta nuestros pies. Resumir el mundo en la forma de un tren de infinito viaje, sin posibilidad de bajarse en alguna estación, con un paisaje a propósito de un tren para suicidas: un sol negro alumbrando los cactus de brazos deformados y los cuervos volando encima de un silo abandonado y oscuro del cual el pueblo, superticioso, prefería no hablar.
Consuelo se entusiasmó con la idea.
- Estás loca, pero nunca dudé de tu genialidad - dijo.
El club se formó como se forma cualquier club.
Cada sábado, la casa se convertía en el refugio perfecto de mis amigos.
Caían a las cinco en punto. Antonio hablaba y no paraba, y todos los escuchábamos en silencio, o sea, en estado de rendición. A mí, no sé por qué, se me presentaban en la mente hongos gigantes y una fila de hormigas rojas que el viento de la calle no conseguía barrer, cuando él hablaba. Antonio iba secando el sudor de su frente con un pañuelo de satén, y eso le daba, por momentos, cierta importancia de catedrático o de pastor anglicano, aunque la realidad es que sólo hablaba y hablaba, tapiándonos. Pero cierta vez, en el punto más desordenado de su perorata, dijo algo que nos emocionó: “Algún día seremos felices. Se los aseguro”.
Felicitas, de cara redonda y blanca, levantaba la mano
a menudo pidiendo turno para hablar; su ansiedad provocaba un descontento generalizado dentro de los miembros del club; ella no les hacía caso (no podía hacerles caso, mas bien) y allí estaba, dale que dale, contando, mientras se comía las uñas, que quería un novio para espantar su soledad. El novio no aparecía, decía, porque su imagen de artista plástica impresionaba a los caballeros acostumbrados a tratar con las mujeres simples, tranquilas, de maquillaje tupido y faldas muy cortas, que tenían en la cabeza la idea de una sola aspirina para encarar el mundo.
“Tomo alprazolán tres veces al día con agua carbonatada; la mitad de la angustia se me va con el medicamento”, decía, y nos miraba durante un largo rato a los ojos como pidiendo absolución. Casi todos los integrantes del club consumíamos medicina de receta controlada pero no nos atrevíamos a contarlo. ¿Temor a qué? No lo sé.
- Te quedarás solterona - le decía Margarita, con el orgullo de su cutis de loza y la liviandad de su cabellera rubiácea; un gajo de su cabello espinoso usaba para pasarlo a menudo por su largo cuello. Tic nervioso. Margarita hacía terapia con un sicólogo, sin resultado, porque casi todas las entrevistas pasaban por un juego de seducción. Pero ¿por qué iba con vestidos de profundo escote y un despilfarro de perfume en sus axilas a las sesiones sabiendo a lo que se exponía? Los sicólogos y psiquiatras suelen enamorarse a menudo de sus pacientes. Eso se dice.

Santiago, alto, con bigote breve, poeta de los raros, ya llevaba veinte años en la melancolía. Era adicto a la cafeína. Abriendo y cerrando con cuidado las puertas de las gavetas de mi cocina, se preparaba una jarra de café, apenas llegaba. Y luego, ligeramente eufórico, se presentaba en la sala, se sentaba en su butaca preferida, la de respaldo con forma de exágono. Al rato prendía un cigarrillo y leía una obra literaria.
Cuando leía su poema, los demás empezaban a hablar en voz baja. Esas impertinencias, esos cuchicheos, ese zumbido de abejorros eran un desacato a las reglas y me disgustaban bastante. Una tarde de filosa llovizna, Santiago leyó un soneto alejandrino dedicado a Van Gogh; cuchicheaban los miembros del club, y era tal el desorden, que me largué a llorar.
El sábado siguiente nos sorprendió con el silencio.
Estoy buscando que madure un poema dedicado a los cocuyos. No tengo nada para hoy; lo siento - dijo. Y nos quedamos mirándonos absortos. Como sea, extrañábamos su figura alta inclinándose en un acto de reverencia ante cada rima de su poesía.
En fin; las cosas caminaban solas. Creo que fuimos progresando.
Empezamos a buscar la manera de ser razonables. Covenimos en que un tiempo no mayor de veinte minutos era más que suficiente para las exposiciones.
Consuelo vino contenta un día. “Se me pasó el asma”, dijo. Y agregó: “La fraternidad del ambiente ha hecho un milagro sobre mis bronquios. Estoy curada. Adiós a la cortisona, a la efedrina y a las sesiones de inhalación de sustancias volátiles”. Nunca más apareció. La aguardábamos sábado tras sábado; sonaba el timbre, nos apiñábamos junto a la ventana sacando las cabezas, y no, no era ella, sino otro miembro del club.
Ah... la ingratitud de los melancólicos.
Juan, de mirada sombría y uñas largas, nos sorprendió durante una sesión comentándonos que prefería la compañía de los gatos a la de una mujer. Era buen mozo y ganaba algo de dinero vendiendo pinturas de peces, de limazas y de cámbaros, cada domingo, frente a los portones de la gente rica.
Se sabe cómo funciona la operación o la venta: el artista, vestido de indigencia, pasea con sus obras por las veredas de los millonarios, y ellos, seducidos por los colores refulgentes de la pintura, compran los cuadros sin pensar.
- No; yo no me caso - suspiró Juan.
- No es bueno que el hombre esté solo - dijo Felicitas, quien estaba secretamente enamorada de él. Su voz tenía la emoción del escándalo.
- Pero yo no estoy solo; tengo a mis gatos. Son todos tan hábiles. No hacen más que aguardarme pacientemente cuando salgo a la calle en busca de dinero. Y me reciben con sus artes y sus maneras milenarias que yo sólo sé corresponder con un largo silbido - respondió.
Sin embargo, a partir de ese día, Juan empezó a observar a Felicitas con más claridad. Eso lo descubrió el club al instante. Sus ojos se posaban a menudo en su blusa transparente bajo la cual sus senos se mantenían muy apretados dentro de unos corpiños negros.
Una tarde los vimos llegar juntos. Y tomados de la mano. Y era que llegaban y no llegaban porque se echaban chistes y bromas y otros cuentos que los desternillaban de risa; demoraban una eternidad sus pasos para observarse mejor y pincharse.

El hecho, mejor dicho el noviazgo, ameritaba un ágape, brindis. Así lo decidimos.
Y el brindis se organizó solo. Aparecieron las palomitas de maíz, el olor de las papas freídas, el calor de las empanadas recalentadas, los tragos de gaseosas, los helados que Antonio fue a comprar de la esquina con una sonrisa fresca en el rostro. Nos divertimos tanto.
Los novios estaban radiantes. Y yo estaba feliz. Me ponía de buen humor que se amaran, así, a su manera. Ella reclinaba su cabeza sobre los hombros de Juan, y él se entretenía con sus cabellos.
A veces se besaban en la boca. Y entonces todos jugábamos a que volvíamos inmediatamente las caras hacia otro lado, para escondernos de aquellas escenas atrevidas.
Ah..., qué diversiones de niños, aquellas.
El noviazgo de Juan y Felicitas era un logro, una orquídea florecida repentinamente en un tronco amenazado por las plantas biofritas, el mejor puntaje del club de los melancólicos.
Pero hubo otra sorpresa.
Antonio y Margarita cayeron un sábado, media hora después de las cinco, con la novedad de que deseaban casarse.
- ¿Cómo? - dijimos.
Ellos se abrazaron fuertemente por toda explicación.
Alguien fumó y tosió aparatosamente. Yo quise hacer un análisis de la situación, magnífica, ciertamente, pero compleja e inesperada desde el sentido común, pues respondíamos a una mentalidad, a un perfil sicológico, rasgados por la angustia y la neurosis. Pero preferí callar. La melancolía era, por lo visto, una caja de pandora.
Ah... Margarita empezó a moverse al compás del tema musical “Imagine” de los Beatles. Se veía feliz y bella y sobre todo triunfante. Arrojó su gorra con visera azul sobre una rinconera. Fue abriendo su blusa a rayas, botón por botón. Pasó varias veces su mano larga y blanca por su vientre, y como por arte de magia, la forma de la criatura, su hijo escondido bajo la faja desenrollada lentamente, reveló un embarazo de tres o cuatro meses.
“Ah...”, dijimos todos. Y nos entró un sentimiento inexplicable.
Un niño se añadía a nuestras vidas.
Y éramos sus padres y sus madres.
A la noche, Consuelo me llamó. Otra vez le habían vuelto los pitidos. De nuevo sus bronquios se llenaban de mucosidades. Había un estornino en sus pulmones.
Algo parecido al miedo agitó mi corazón.
No sabía qué decirle. No le iría a contar, por supuesto, que en los últimos tiempos me hallaba recuperada. Eso sería una descortesía.
- Vuelve a las reuniones - le aconsejé.
Un sí, una aceptación suya que sonaba al piar lastimero de un gorrión caído de su nido, oí del otro lado del tubo.
El sábado siguiente un clima de armonía iba y venía por las paredes de la sala.
Santiago leyó un soneto de su creación. Y lo aplaudimos aunque no nos agradaron esos endecasílabos suyos que cabalgaban sin musicalidad, pasando del trote a la estampida. Pero fue él mismo, quien oyéndose, cayó en la cuenta de la falta, del imperdonable error, pues dijo: ¡Qué desastre!
A veces pensaba que debía tomarme una vacación, ir a algún sitio donde el clima fuera beneficioso para las grandes fumadoras como yo. Pero no. Acababa quedándome en la casa, y hacía como que no me quedaba, los sábados, cuando los miembros del club tocaban desesperadamente el timbre una y otra vez.
Solía escucharlos.
“Se habrá pegado un tiro”.
“No digas eso”
“Deberíamos llamar a la policía”.
Y no; no llamaban a la policía, por suerte.
Sábado tras sábado, allí estaban, insistentes cual llovizna callejera. Cuando llovía, se metían debajo de sus paraguas negros; eran nuevas aves oscuras engendradas por esta naturaleza anárquica marcada por la contaminación de la atmósfera y el gran agujero de la capa de ozono.
Me enloquecían con los continuos timbrazos. Una tarde no pude más y abrí la puerta. Entraron. No me dijeron nada. Comprendieron mi conflicto. Este es el estilo de gente como nosotros en cualquier trato.
Ahora faltan diez minutos para que ellos lleguen.
Debo estar hermosa esta tarde porque me sacarán una fotografía para colgarla luego en la pared de piedras de jade de la chimenea. Un color especial, cuando las leñas son consumidas lentamente por el fuego, se va desplazando (casi con vida, pareciera) por la chimenea ecológica. De hecho, ella es algo así como el sitio de Dios en mi casa.
El epígrafe lo escribí yo misma y será leído por Santiago cuando se descubra oficialmente la foto: Guadalupe Sánchez, Presidenta del Primer Club de los Melancólicos.

sábado, 4 de julio de 2009

EL BOSQUE


Olvidé cómo se escribe un cuento.
Solía sentarme a las siete de la mañana frente a la máquina de escribir Remington, que ocupaba la mitad de mi escritorio, a un costado de la enorme ventana que daba a la calle. Durante los primeros momentos no ocurría nada, hasta que alguien, y otra persona parecida, y muchos individuos o sombras más que se dirigían a la fábrica textil del pueblo, pasaban con prisa por la vereda; entonces me entraba la angustia por escribir las primeras líneas, aquellas frases fijas que definen el inicio de una historia.
A las diez, Cándida, la vecina que me prestaba el auto para viajar los fines de semana a alguna villa veraniega, salía a hacer una revisión minuciosa de su jardín delantero; yo solía temer que me hablara sobre los cornezuelos que a menudo desfallecían a sus caléndulas y a sus helechos porque entonces una larga distancia me separaba de mi cuento hasta que terminaba por perderlo de vista.
Y ocurría que a veces me hablaba, y otras, no. El caso es que su presencia entre esas flores agitadas por los vientos de estío o de invierno me ponía ansioso, y acababa levantándome, bruscamente, del asiento, con un cigarrillo en la boca, para observar la borrosa lejanía de la zona portuaria.
A las once, o a las once y media, entraba en el gabinete la empleada doméstica, y hacía tal silencio de mosca mientras pasaba una trapo humedecido con alcohol por el único mueble de estilo provenzal de la casa, y con el mismo silencio de mosca se retiraba, que me gustaba pensar, con un extraño sentimiento, que era un desperdicio tanta precaución de su parte; total, al meterse la mujer en la habitación, no me venía una sola línea a la cabeza.
Es difícil escribir sin interrupción.
Ocurre que alguien te llama por teléfono y te dice esas cosas que uno escucha como desde lejos: “Fue imposible hacer nada... Tendré que comprar otra camisa. La tinta no ha desaparecido ni siquiera con cloro...”.
A la hora del almuerzo, cerraba con la fuerza de un latigazo que hace brincar a la bestia, la puerta del gabinete. Debía asegurarme de que mis personajes se quedaran bien encerrados en esa habitación de luces apagadas, para que yo pudiera, sin apresurar el sabor, disfrutar de aquella tregua: un plato de milanesa de pollo y otro de escabeche de berenjenas, acompañados de una botella de buen vino rosado. Luego venía la modorra.
Como a las cuatro y media de la tarde, cuando el calor caía sobre el aljibe sin roldana del patio, yo me tendía sobre las baldosas de la sala, aguardando la visita de Adelfa. Mi amiga rubia, rubiácea, me solía hablar después de fumar un cigarrillo, sobre las virtudes y necedades de mis cuentos. A mí me daba igual que objetara la presencia de una antigua vitrola en la habitación donde sucedía la parte más densa de las acciones; para eso tienes el piano, Miguel, el viejo piano alemán de la familia; que tanteara una crítica sobre determinada situación o trama por su estilo tan apasionado, que desaprobara un nombre común como José o Pedro, y que, a veces, me restregara la muerte del protagonista de turno, quien merecía vivir, después de todo; total, con un final abierto, la obra quedaría bien igual.
No es que fuera terco. Pero yo conocía a mi criatura. Ella era un bosque donde todos los animales (ciervos de ancas ligeras y vientres suaves, leopardos de ojos relampagueantes y aves de plumaje azul mezclado con el color de la sangre) convivían en cósmica armonía; su enorme cascarón resistía maldiciendo, pero resistía, los embates y las furias de las tormentas.
Mi criatura era una luz que se abría paso entre los gajos de los eucaliptos, los algarrobos y los abedules de su propio bos que para mostrar un camino, hecho con un polvillo como de oro y de azúcar, que tentaba a los hombres y a las mujeres que intentaban cruzar el río, para que desistieran de su propósito y se internaran en él.
Al llegar la noche se me presentaban en el gabinete. Una vez fue un hombre que deseaba viajar a un pueblo donde pensaba encontrar a la mujer que había amado, y llegó, y ella estaba vestida de triste desde los pies hasta los cabellos; sentada sobre un sillón de mimbre observaba las formas humanas que tomaba el ciprés según como el viento lo cabalgara.
Entonces escribí: Se vieron y se dieron un beso.
En mis horas nocturnas se me rebelaban las profecías.
Y entre humo y humo de cigarrillo cobraban sentimientos mis personajes, y yo debía decidir, desde luego, qué harían: la libertad o la prisión; la vagancia o el encierro; y aún esos detalles ínfimos: el viaje en barco o en tren. O la simple caminata por las calles.
Perdí la manera de escribir cuentos.
Este es el relatorio que - necesariamente - debo hacer sobre la maldición que ha caído sobre mí para que mi familia comprenda la decisión que he tomado.
No puedo más.

viernes, 12 de junio de 2009

El gallo

Óleo sobre lienzo, Van Gogh



El gallo, de carúnculas muy rojas y espolones curtidos, se largó a cantar a las cuatro y media de la madrugada. Miles de hormigas laboriosas cargaban sobre sus lomos aquellas pequeñas mudanzas de los árboles que empezaban a corromperse en el cementerio levantado con ambición de necrópolis.
Don Manuel ordenó su cabeza frente a la tabla de cristal y se fue a caminar, buscando el pueblo.
Sentado sobre un tronco, en la vereda de polvo amarillento, Francisco tocaba el violín; y era el sonido el sueño, la iluminación de una música que parecía llegar llorando de un pueblo muy lejano.
Con los ojos cerrados el artista ejecutaba el instrumento musical mientras una claridad rojiza, la primera claridad de la mañana, caminaba por las calles de polvo, como otra gente más, parlanchina y ansiosa por saber qué ocurría, quién se había muerto, quién se había casado.
Depositó dos metales lamidos por el óxido en el platillo de lata y caminó tres cuadras hasta llegar a la casa número veinte, frente a la que estaba sentado en su banquillo Don José.
Y le dijo Don José, lo que se dice en un pueblo tranquilo, bien dormido, siempre soleado, acarreando a su gente ya por la pastura o por los caminos polvorientos: “¿Qué hay de nuevo?”.
Doña Dolores apareció por la esquina cuando entró Don Manuel al almacén; entonces se acordó de todo: la cajetilla de fósforos, la bolsa de legumbres, el frasco de azul de metileno, el kilo y medio de maíz para las gallinas, las velas para sacarse de encima los sustos desde que la luz se fue de la casa.
Una vez hechas las compras y salido a la vereda miró hacia el río. El olor del pueblo era igual. Eso quería decir que el planeta seguía su curso y que no había descompostura de astros y demás cuerpos celestes.
Doña Rosa, la mujer más vieja del sitio, había amanecido nuevamente, y con ella habían amanecido las mujeres que le limpiaban las escaras del cuerpo y que hablaban en voz alta sobre el sentido de sus desvaríos, total la enferma ya no escuchaba nada.
Don Manuel quería saber no sé qué cosa, y vino para su casa. Su mujer, Rosa, se hallaba hablando para sí. Como no sabía qué cosa quería saber se sintió indefenso frente a ella quien lo confundía hablando tan larga y rápidamente como hablaba.
- ¿No te estarás volviendo loca? - preguntó.
- No estoy para bromas; el carbón está húmedo y ya son las diez - respondió Rosa.
Y el día dio vueltas en torno a él que quería saber no sé qué cosa. A veces eso le pasaba y el mal humor le cortaba la mirada. Entonces no prestaba atención a Doña Magdalena que pasaba, caída ya la tarde, con su hato de marranos, cantando la canción que los domingueros entonaban en la iglesia.
Tres días pasaron y él seguía queriendo saber no sé qué cosa.
La costumbre es la costumbre.
Cuando el gallo se largaba a cantar a las cuatro y medio de la madrugada, ya estaba ordenando su cara frente al espejo.
Y bajaba al pueblo.
Y al encontrarse con Francisco, el violinista, escuchaba la música venida de un pueblo muy lejano.
Y respondía a Don José, cuando le preguntaba qué había de nuevo, que no ocurría nada, con lo que ambos pensaban que todo marchaba bien.
Al día siguiente el gallo no cantó.
Sintió que el corazón le salía por la boca y que un relámpago le cruzaba el pecho.
A las ocho de la mañana se supo en el pueblo que Don Manuel murió.

jueves, 28 de mayo de 2009

EL LÍMITE


Óleo sobre lienzo, Van Gogh

EL LÍMITE

Siempre que iba a la farmacia para comprar apósitos, aspirinas, violeta de genciana y aquellas medicinas menores con las que mantenía acabado y completo mi botiquín, me solía hacer acompañar por Ogro, mi perro.
El tránsito estaba endemoniado aquel día. Lo noté al sacar la cara.
Así, con aquella impaciencia de los autos por llevarse adelante los segundos que faltaban antes de que la luz de los semáforos cambiara de rojo a verde, decidí que no llevaría a Ogro. No fuera que tuviera que llorar su muerte y ocurriera que el tiempo me transformara en una de esas mujeres de pelo mal teñido y sandalias desparejas con la memoria de su perro en cualquier conversación: “Ay, sabía que era el auto del vecino el que llegaba, porque en vez de ladrar hacía una suerte de bocina con su boca. ¿Arte? ¿Magia? No lo sé.” O: “Adivinaba el menú (carne roja a la parrilla o una presa de paleta de marrano) en mis ganas y movimientos.”
El farmacéutico hablaba por teléfono cuando llegué.
- ¿Aún no se lo encontró? Cierto es que la gente desaparece y aparece después de tres días... - lo escuché decir.
Colgó el teléfono y se acercó a mí comentando: “Es el primer caso.”
- Pero es seguro que reaparecerá - contesté sin saber de qué se trataba el asunto.
Usted sabe: la gente de la ciudad es así; uno apenas espera que termine de hablar el otro, para decir ya lo suyo, como si estuviéramos todos apremiados, cuando en realidad nos apuramos en balde porque los demás, como por ejemplo esa gente obscura y obediente es la que arriesga su existencia al subir la escalera para limpiar de telarañas de las bisagras del techo. Y es la gente tonta quien carga con la faena de sacar el esplendor y la gloria de los candelabros, lustre de por medio.
Cuando venía para la casa, vi un grupo de seis hombres; conversaban nerviosamente frente a un bar. Tres fumaban y los tres restantes no parecían darse cuenta de que el humo de los cigarrillos sacaban lágrimas de sus ojos.
Me acerqué a los hombres haciendo como que intentaba ponerme a resguardo del viento sur.
- Cándido ya debería haber regresado - dijo uno de tez morena. Se le notaba el cuidado que ponía en sus palabras; aquella gente preocupada por la tardanza de Cándido buscaba el favor de la inteligencia para saber cómo resolver el caso.
Yo sé de individuos que desaparecieron y volvieron a aparecer. Pero me estoy refiriendo a personas que dejaron el aseo de su casa, el plato de escarolas, de apios y de plantas oleaginosas, y la esposa de rostro sonrosado, para ir tras las pisadas de aquellas mujeres de la zona portuaria; cuando ellas se sacaban la ropa frente al espejo de luna del ropero, era como si se desprendieran de todas sus alas de aves, hasta que quedaba de su figura sólo el pico; picoteaban durante horas, días, semanas y meses el rojo purpurino de sus amantes. Y bueno..., si el vientre les crecía, se convertían en pájaros de torpe andar, y su voz huraña sonaba, al caer la última claridad del crepúsculo, como graznidos de cuervos.
Los hombres, desesperados, retornaban tristes y cansados.
El grupo seguía charlando. Mencionaron varias veces la palabra límite.
Aquí debo hacer un aclaración en honor al límite: Hay una casa abandonada, pintada con color azul, en donde vienen, cuando la lluvia es grande, a buscar refugio los mendigos. A diez metros de ella, aún se animan algunos niños a intentar una rayuela, algún juego propio de la perversidad de los pequeños como buscar una tarántula para luego meterla en un frasco de cuello largo.
Una niña albina suele marcar con tiza la figura del sol en el empedrado, que la lluvia pronto borra, hasta que ella vuelve a despejarlo, a veces ya con crayolas de distintos colores.
Ahí termina la ciudad.
Y empieza el bosque.
En fin, los hombres formaron una cuadrilla.
- No queda más remedio que ir - dijo uno; quien parecía liderar el ánimo de los otros.
Y se internaron en el sitio poblado de existencias negras. El viento cambió de dirección y un olor a comadrejas, a hojarasca de árboles de las más diversas como eternas especies, giró en el aire y dio un grito de advertencia.
Los curiosos de la ciudad se quedaron en el límite, de cara a la oscuridad.
Pasaron tres días y tres noches.
La cuadrilla regresó cansada. Sólo pudieron encontrar el cuerpo de Cándido convertido en carne corrompida sobre un matorral; en sus cavidades parecían haber hecho nido las aves de carroña, si bien peleaban ferozmente por las vísceras. Eso fue lo que contaron.
Pero trajeron, colgado de un grueso alambre, el cuerpo todavía sangrante del lobo feroz abatido por los disparos de las escopetas.

miércoles, 20 de mayo de 2009

OJALÁ QUE LLUEVA

Óleo sobre lienzo, Salvador Dali

OJALÁ QUE LLUEVA

Aquella mañana, mientras iba a comprar alpistes para los canarios de la despensa de don Francisco, me encontré con Luisa; ella también se dirigía al mismo destino, de modo que nos largamos a conversar. Luisa nunca tuvo imaginación para hablar sobre cosa distinta, filosa y resbalosa. Todo en su decir, que no salía corrido de su boca, pues su dentadura postiza le movía las palabras, daba vueltas en torno al clima.
¿Y qué se puede decir de lo que está raso, vale decir del cielo, sino lo mismo, o sea que el día está hermoso, con lo cual ya queda todo concluido? Pero ella se afanaba en darle estiramiento a la conversación y me preguntaba si hacia mi casa habían caído algunas gotas.
Cierto es que también preguntaba cómo se encontraban mis flores con lilium, mis hojas de esterlicia, y mis gerberas, y, para incomodidad mía, insistía en que me fuera hasta su depósito pues allí me daría abono y mantillos con un racimo enorme de lombrices.
- Tus flores levantarán cabeza; mis gusanos son de primera materia y condición - me decía.
Yo le respondía que mañana iría. La costumbre de prometer sin cumplir se fue convirtiendo en el pueblo en una cortesía que era de estilo, de manera o de modo meter en la conversación.
Al llegar al almacén, me atendió la esposa de don Francisco. Ella también era mujer de hablar sobre el conjunto atmosférico; le gustaba llevar la contraria a lo que era de conocimiento público en el pueblo. O sea que si soplaba un viento malo sobre los techos de las casas y un rayo caía sobre un árbol de eucaliptus, decía que tan buen tiempo no había habido nunca; largando un suspiro de satisfacción desaparecía por la puerta trasera del almacén y dejaba contrariados a quienes la escuchaban, que era gente de tomar muy a pecho el clima.
Me miró fijamente don Francisco cuando le pedí un quilo de alpistes.
- ¿No siente frío, señora Mercedes? Mire que está girando el viento. Estos cambios de tiempo nos echan a descomponer los bronquios. Y usted, sin pañuelo, sin abrigo...
- No se preocupe - le dije, y ya no hablé más.
Salí a la calle. Vi a la señora Manuela echar la llave a la cerradura de su puerta y echarse a andar por la vereda.
Se acercó sonriendo a mí.
En el pueblo resultaba común llevar conversación. En otras palabras, era la conversación misma, apurada o lenta, la que nos hacía llegar temprano o tarde a nuestras casas.
La señora Manuela me contó que su cabra se había pasado el día anterior mirando fijamente hacia el galpón de la municipalidad; allí se solía desollar al ganado vacuno e iban las cuñadas de la gente pobre a recoger las vísceras y otros estropicios en canastos. Daba por seguro que iría a llover.
Le tenía sin cuidado lo plano, liso y estable que estaba el cielo.
A mí me iba cansando aquella fe que le tenía a su cabra.

Me descomponía que no me escuchara cuando le contaba lo armonioso que cantaban mis jilgueros mientras caía la tardecita, y dos, tres plumones - casi transparentes - giraban en el aire durante un largo rato, para después depositarse sobre la baldosa del comedor.
Al llegar a casa, me senté, impaciente, en la silla, como si quisiera apurar al viento a quebrarse en dos para dar paso a la tormenta anunciada por la cabra.
Pero no llovió.
Sí vino corriendo hasta mí, la hija menor del afilador de cuchillos mangorreros para contarme que ya estaban echando lenguas su madre y dos vecinas sobre el tiempo. No se ponían de acuerdo. Juliana y Margarita daban por hecho que el cielo pasaría a la llanura, pero su madre, que le tenía confianza a sus huesos, comentaba que éstos estaban como traspasados por enormes alfileres y la lluvia caería en cualquier momento.
- En seguida se nos baja el cielo; vine a avisarle nomás - me dijo.
En fin, la cosa es que no llovió. Habiendo tanta casa que se venía abajo por obra de las hormigas, cientos de ratas que contagiaban la rabia a los perros callejeros, y el viejo vehículo azul que partía del puerto una sola vez al día con un retraso de dos horas, la gente se ponía a hablar, a profetizar sobre el conjunto de las condiciones climatológicas. Que sí, que la humedad estaba gorda. Que no, que el viento no giraba hacia el norte sino hacia el sur. Y mientras tanto el pillaje. Los muchachos de otros pueblos subidos a los árboles de duraznos y llevando delante de nuestras propias narices cajones tras cajones de nuestras mejores frutas para cambiarlas por bebidas alcohólicas en el mercado central.
La radio local echaba a funcionar desde las ocho de la mañana. Pasaba al aire “El servicio del clima mundial”. No había posibilidad de escuchar alguna vidalita, el parlamento de un radio-teatro, cualquier noticia que destapara un escándalo político.
Prendía la radio y salía al éter la voz neutra de un hombre. Y él contaba que la marea en la costa de muchos puertos estaba alta por efecto de la luna, y que los vientos propiciaban el retorno de las aves marinas comedoras de los calamares de los océanos, y que al sol, por simple observación a través de anteojos obscuros, se le podían ver las escaras producidas por el desgaste ambiental.
Era una locura escuchar la radio.
Y sin embargo, la gente del pueblo, seguía la audición. Y se preguntaba qué iría a pasar si el sol seguía en su descompostura.
El locutor profetizaba: ¿Se extinguirían las algas? Acaso las plantas del fondo del mar que poseían propiedades antimicrobianas y antifúngidas hallarían, aún dentro de la discordia del mundo marino, voluntad para sobrevivir.
Y la chusma calculaba que en el caso de que las escaras avanzaran y el sol ya no siguiera echando luz pareja sobre el pueblo, deberían arreglárselas con las velas, las alcuzas y las lámparas a gas.
Un día dije basta. Dejé el pueblo para siempre.
Me vine a la casa de rigor, en plena ciudad.
Este es un sitio enorme, rodeado de árboles. Las paredes del comedor están adornadas con cuadros que reflejan la madurez de las más diversas floras y faunas.
Una mujer, en la sala, toca un piano de tres pedales. No habla, si bien no es muda. David, vestido siempre de arlequín, parece estar muy enamorado de ella.
Ayer, al caer la tarde, Blanca, mi compañera de habitación, me contó que un duque aficionado a la colección de estampillas le envía rosas rojas todos los viernes.
Me hizo gracia su confesión.
Ya me advirtió el arlequín que me guardara de hacerle caso pues desde su llegada a la casa de rigor no hablaba sino de lo mismo.
Por eso, esta mañana, cuando dos enfermeras le aplicaron una inyección de hipnótico y la dejaron encerrada en otra habitación, suspiré aliviada.

lunes, 26 de enero de 2009

Cuentos Guía del cementerio y Mi primo y yo

Óleo sobre lienzo, de Gustav Klimt

GUIA DEL CEMENTERIO

Íbamos mis amigos y yo al cementerio, a menudo, durante la siesta.
En casa ya sabían que si estaba ausente, lo más seguro era que andaba de curiosidad por el camposanto, y se quedaban lo más tranquilos.
Si pudiéramos profanar las tumbas, lo haríamos, pues se hallaba a gusto en nuestra naturaleza el hábito del saqueo.
El enojo de los gatos monteses, en vista de que crecimos apaleados, nos guardaba de la doctrina católica que se enseñaba cada domingo a los niños en la parroquia de la iglesia Virgen del Rosario. Éramos pues, diablos.
Pero los panteones, con sus gruesas claraboyas de forma esférica, estaban a salvo de nuestros propósitos. Las puertas eran no sólo de metal pesado; estaban además cubiertas por rejados de hierro y cortinaje.
En el interior, los cajones oficiaban de tálamos, donde dormían los muertos, a los que deseábamos ver.
¿Quiénes eran ellos? ¿A qué cosas y costumbres se dedicaban cuando la salud los hacía conversar y reír animadamente? ¿Estaban, acaso, en paz?
- No han sido gentes muy amadas por sus parientes - comentaba yo.
- ¿Por qué dices eso ?- me preguntaba Felicita; siempre mostraba curiosidad, si no debilidad por mis preguntas, pues sospechaba que había en ellas mentiras que deseaba sacudir a la luz del sol.
- Pues está claro. ¿No te das cuenta? ¿No lo ves? - contestaba.
Entonces les recordaba a mis amigos que cuando había sepelios, los parientes se desmayaban, se arrancaban mechones de cabellos, amenazaban con dispararse un tiro a la sien, bajaban a la fosa, a la cavidad recién abierta mientras juraban contra Dios.
En cuántas lápidas preciosas en un tiempo y luego convertidas en nidos de comadrejas, de serpientes y de saurios, los enlutados parientes habían hecho grabar inscripciones que inspiraban lágrimas de fuego: “¡Madre: No te olvidaremos nunca!” o “¡Amado esposo: Vivirás por siempre en el corazón de tu desconsolada esposa!”
Les hacía pasear a mis amigos frente a esa literatura dramática escrita con letra gótica; yo era la guía de los sepulcros que hacía justicia a los olvidados.
“Pues bien. ¿Qué tenemos junto a estas tumbas sino costillas de gatos muertos, floreros vacíos y abandono...?”, reflexionaba.
No hablaba en balde, por cierto. Junto a la estatua (construida con piedra caliza) de una mujer abandonada como un sauce al llanto, subía rápidamente la hiedra, cual segunda cabellera de la obra artística.
Una caravana de hormigas entraba por un pequeño orificio de un tronco podrido y venía a salir por la parte trasera de un panteón, donde crecían en abundancia los musgos blancos y lo hongos.
¡Qué espectáculo grosero!
La rama de una higuera golpeaba, cuando el viento empezaba a soplar, la fotografía enmarcada ampulosamente en bronce, de una dama muy joven y bella.
- ¿Qué le hace ya a esta difunta su fotografía en la pared del panteón, y el marco precioso, y el lujo y la suntuosidad de su morada, si nadie la visita siquiera en el día de todos los muertos? - seguía razonando.
- Y eso, ¿cómo lo sabes? - decía Felicita.
- Pues basta con observar el estado de la construcción. Este sitio, a sola vista muestra que hace años nadie pone un pie aquí. Las paredes dejan ver los ladrillos y la argamasa. Cuando mueres te quedas solo. Tus parientes se divierten de lo más lindo sin ti. Ya no les molestas con tu respiración asmática. Ya no les sobresaltas a la noche con la noticia de que la mierda viene en camino. Y si te descuidas no te recuerdan. Pero si se acuerdan de ti es para coincidir en que lo mejor que te pudo pasar es que hayas reventado - decía yo, satisfecha, y escupiendo, pues ésa era mi manera de poner un final eficaz a mi oratoria.
Mis amigos me miraban felices. Aquella maldad que ellos tenían en algún lugar del pensamiento y que no sabían expresarla, salía muy bien pintada de mi boca.
Por lo demás, el escenario del cementerio se prestaba para conversaciones a propósito de olvidos y de un mundo infame.
Luego, cansada de mis maldades, me quedaba callada. Era el tiempo de ellos. Y mientras les oía decir lo suyo, observaba cómo, lánguidamente, la siesta recorría los pasillos del cementerio. Y cómo los cuervos giraban alrededor de una mamona convertida en carroña, en la colina. Y cómo el viento movía el ramaje de los árboles del camposanto trayendo un ruido de alma que corre y se despeña...

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MI PRIMO Y YO

Tenía la edad del limonero de la casa (siete años), y me relamía los dedos con pensamientos que acababan descomponiéndome, pues me quedaba con los ojos muy abiertos, hasta altas horas de la noche, sin oír siquiera el violín del grillo que vagaba por la habitación. O el chistido del búho. Entonces, mi abuela me acercaba un vaso de leche, diciéndome: “Ya otra vez estás en trance. Mañanita terminarás loca. Estás de cabra. Tal cual. De cabra. No se debe pensar en eso a tu edad”.
Me hallaba enamorada.
Mi corazón era un árbol dentro de una casona, un árbol cuyas ramas crecían rompiendo tejas y aleros para terminar por crucificar sus nervios en el pararrayos. Sus frutas eran el mismo incendio pues las cortinas desaparecían, bajo el fuego, hasta que sólo quedaba una ventana desde la que observaba, melancólica, un horizonte, una línea crepuscular de pájaros negros en huida.
Me gustaba hablar conmigo misma en un lenguaje que era la mismísima niebla. O el nubarrón del que salían las tijeretas bulliciosas.
Pensaba en mi primo como se piensa en la llovizna, en las hojas llevadas por los pasos apresurados de la gente, en el viento de la lluvia arrastrando una carta desconocida, en la oscuridad de la habitación presa de su clausura donde parpadeaba la luz fosfórica de una repentina presencia.
Ya no recuerdo casi las facciones de M. A. Sé que era inteligente. Sabía trigonometría, botánica, física y hasta masonería; era el mejor alumno del colegio, solía entrar en crisis nerviosas y me adoraba.
Jugábamos a los indios. Venía a liberarme de la indiada, que era rebelde (los primos, entonces, amenazaban con dejarme devorar por las hormigas rojas que iban y venían en un tránsito alocado por el jacarandá).
Abrazarme fuertemente, llamarme reina cautiva, volverme a atar con la piola, formaban parte del entretenimiento.
El juego tenía un guión de muerte, traición y despedidas.
Éramos niños, la sangre nos quemaba las venas; amaba sus ojos negros animados por la chispa genuina de la genialidad. Solía fijarse en los limones de mi pecho, pero no se atrevía a morderme, a bajar su cara sobre mi cara. No era que no queríamos besarnos por miedo a que nos viera la abuela. Sentíamos el temor real a nuestra carne, pues nos atreveríamos a todo, después, si empezábamos por las bocas.
Nos alegraba tomarnos de las manos. Y abrazarnos hasta que la inocencia estallara. Mi primo desarreglaba mis cabellos; sentía bronca contra mi pelo lacio. Se suponía que debía enojarme, por lo menos falsamente. Pero me quedaba fea, quieta ante sus ojos, con los cabellos desarreglados y el corazón pisando el vestido y la enagua de mi entendimiento.
Como en las películas del lejano oeste, yo era una india sublevada y herida por el amor de un hombre blanco, que en breve tiempo retornaría a la civilización.
A la noche, tumbada sobre el lecho, pensaba una, dos, siete veces, en él. Diera cuanto diera porque me besara.
Imaginaba que iba a la colina, y que lo llamaba, al caer la tarde, y que él aparecía saliendo de mí misma, de mis alucinaciones, plantándose ante mi figura.
Haríamos el amor bajo la luna escarlata, enorme y cruzada por una gritona ave nocturna, sobre el pasto apenas mojado. No iríamos en sangre.
Pienso en mi amor infantil y el alma se me llena de hojas amarillas y quebradizas. Entonces era pequeña y me juraba a mí misma que me casaría con M. A.
Me miro en el espejo: muchos espíritus tristes y alientos que exhalan el frío de los huesos sepultados se arriman a la luna del ropero. Hay un llanto, un murmullo de muertos en la habitación. Y un olor a jazmines viejos y pasados por agua servida.
Afuera, un perro ladra a otro.
El macho corteja a la hembra. Las moscas vuelan en torno al cadáver de un gorrión sobre la vereda mugrienta. Un niño observa la escena y arroja una piedra contra las bestias.
El espejo me devuelve la imagen de una mujer que todavía sueña que es niña, y que aguarda la llegada, de un momento a otro, de su primo.
Podría jurar que el amor de la infancia es el más fuerte de todos los amores.

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EL EQUILIBRISTA

Óleo sobre lienzo, de Toulouse-Lautrec

EL EQUILIBRISTA

No se habían casado. Concepción tenía setenta años y Magdalena setenta y cuatro.
Lo que se dice noviazgo, jamás conocieron, pues cuando fueron mozas eran de tener vergüenza. De modo que Concepción, quien a los quince tenía la misma longitud de su cama y lucía una dentadura perfecta, no se dejó besar por hombre alguno. Su madre le había asegurado que después del beso llegaba el apocalipsis, el fin de los cuerpos celestes en la bóveda azulada. Esas cosas se estilan contar a las niñas.
A Magdalena un hombre le respiró en la cara. Cayó confusa sobre la sombra masculina ante el olor del aguardiente, de la destilación espiritosa del vino. El marinero le decía profecías. Magda, al escucharlo, sabía que le estaba mintiendo, pero se dejaba mentir, pues nunca nadie había faltado a la verdad, bajo juramento en nombre de Dios, por ella. Le habló de sus días en el mar, de sus noches eternas, oscuras, sumergidas en salmuera, y le recordó su soledad abrumadora, tumbado siempre sobre el espinazo, sobre la cubierta del barco, sin ver a una estrella caer.
Le juró que ella era como una estrella cayendo del cielo, pues lo dejaba así, en estado de suspenso. Y agradecido al cielo de su suerte.
Después de aquel breve romance pasaron muchos años solitarios.
Ahora ambas tejían, junto a la ventana. Y viviendo de la vida de los demás.

De vez en cuando pasaba una persona por la calle y era como si alguien se matara y el estampido del tiro de revólver sonara detrás de la misma puerta. Se levantaban, entonces, apresuradamente, y fijaban sus ojos llenos de curiosidad y de atrevimiento en el personaje callejero.
- Pero si es Benito.
- No deberían dejarlo salir todavía.
- Tal vez fue sólo un invento de su tutora que un rayo cayó sobre su cabeza. Anastasia quiere tener encerrado al joven durante toda la vida.
- Si el pueblo llegara a saber alguna vez cuánta gente encerrada hay en su casa se indignaría grandemente.
- Nosotras mismas vivimos en una prisión. Cuarenta años tras los barrotes de la ventana, viendo al pueblo pasar.
- A paso de gente vieja.
- De gente vieja y enferma.
Mientras hablaban, un gato angora, instalado dentro de una cesta de varillas de sauce, jugaba con un carretel. Como al descuido, dejaba caer sobre ambas mujeres sus ojos relampagueantes. Dumas se llamaba y era muy mimado por Concepción, quien lo tenía por inteligente; en una ocasión se había tumbado sobre la alfombra de lana haciéndose el muerto durante tres días y tres noches. Repitió el acto en cuatro oportunidades más. Encogía las patas y adoptaba la parálisis patética de una cucaracha muerta para despertar desconsuelo; las hermanas le hacían el juego diciendo: “¡Pobre Dumas. Tan bueno que era; pobrecito; ya no vive más!”

Concepción solía comentar que aunque el minino jugaba con las pelotas de espartos y cordones, no hacía otra cosa sino prestar atención a su conversación, guardando las historias de la gente en la picazón de su conciencia.
El viento soplaba con fuerza en la calle.
Se creería que un hombre silbaba al pasar.
Pero nadie pasaba.
Y si alguien pasaba, se cubría acaso con su propia sombra, para guarecerse de ese Sol abrasador que obligaba a la gente a quedarse metida en su casa.
Ni un alma.
Solamente la vacilación de las sombras en los caminos de arena y los estorninos que a la primera cuenta del aullido de los árboles gibosos se largaban a volar en dirección al alambrado eléctrico.
Magdalena pronunció el nombre de la señora Amparo.
Era ella una mujer triste, que no hubiera querido engañar a su esposo, aunque él le llevaba veinte años y a menudo se hallaba entrando y saliendo de las posibilidades de coser un sastre a la medida del cliente, lo que le costaba cálculo y desesperación.
- Pobre, Amparo, pobrecita; murió tan mal - suspiró Concepción.
- ¿Qué locura es esa de decir que ha muerto? Vive. Es una mujer descocada. Se cuenta que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cosas raras haciéndole sentirse hermosa. Quien confía en la palabra de un poetastro termina creyendo que es bella, así, tal cual dicen los versos del soneto con estrambote, o sea, blanca con los ojos renegridos como la noche gitana y las mejillas rozadas por los pétalos del cuarango. Tengo miedo de los poetas. Meten la bruma en la sala, en la cocina, en el patio, en el comedor, en todas las habitaciones de la casa. Son gente enferma y diestra en disimular su tos. Comen como pájaros hambrientos. No hay que invitarlos a cenar jamás.
Yo sólo cumplo con escribir.
Concepción insistió diciendo que Amparo había muerto hace tiempo. Incluso recordó la fecha de su deceso. Esa insistencia provocó la ira de Magdalena quien dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se acercó violentamente a la ventana.
El viento soplaba con más fuerza en la calle.
- Pues mírala. Está allá, frente a su casa.
- Si tú lo dices. Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin color.
- Parece lista para ir a alguna parte. Se ha puesto un traje enterizo escotado, de apariencia azul. Su sombrero está por volar lejos; una tormenta de arena ha caído sobre ella.
Amparo era de salir - siempre - bien vestida y con un abanico de sándalo. Casa adentro solía ponerse esas batas grises que usan las mujeres con catarro y fiebre. Pero apenas ponía un pie en la vereda, sorprendía a los vecinos, pues la luz envolvente del sol estallaba en su blanca espalda descubierta y el viento levantaba su pollera.

El sastre vivía rodeado de perros; eso la fastidiaba.
Se sentía enojada con aquellos animales flacos, sarnosos, con el alma afuera, que iban corriendo tras los ladridos de los demás y sabían el mandamiento: “¡Te digo que te calles !”, aunque hacían como si no lo escucharan, pues cuanto más se los mandaba a callar más se echaban a ladrar.
Su marido hablaba con las bestias; movían las colas cual si fueran campanillas de Epifanía.
Moisés, el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, se solía tumbar sobre el piso quedándose quieto como si estuviera muerto durante un día; había aprendido a pasar la pata bajo el entrenamiento de su amo; luego, lo de hacerse el difunto, corrió por su cuenta.
Blás mimaba por demás a los canes. A ella le daba los huesos pelados, es decir, una conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque atenta y considerada en algunos que otros párrafos. Por ejemplo: “¿Te has dado cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado, pues ya deja dormir a la vecindad por las noches?”.
Amparo buscó el amor en un equilibrista. Vale decir que desde el vamos, se jugó por un romance rajado por el peligro.
Vestida con un conjunto verde de corte clásico, había ido durante varias noches al circo para reír de los payasos que jugaban a resbalarse en la niebla del talco, del silicato de magnesia.
Los artistas caían y se volvían a levantar para ese público triste, para aquellas mujeres de miradas que se prendían y se apagaban con debilidad, como un quinqué viejo, para aquel pueblo que aguardaba año tras año, con un boleto en la mano, el inicio de la función, como se espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo regresando al punto de partida en sesenta minutos.
Amparo se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos. Pero luego, al ver al equilibrista arriba, tan arriba, caminando sobre una cuerda, sin red alguna debajo, empezó a amarlo.
Rogaba al cielo que no fuera a estrellarse contra la pista. Sus compañeros lo llevarían rápidamente a un sitio sin luz para evitar un espectáculo inesperado al público que pagaba por una noche de entretenimiento, de magia y de alegría.
Quién sabe... Tal vez devolverían las entradas.

Comiéndose las uñas, clavaba sus ojos en aquel hombre que se burlaba de la muerte en las alturas mientras abajo los tambores sonaban a tragedia, a susto, a impresión repentina, a ruidos de cascos de caballos de la milicia sobre un empedrado mojado por la noche lluviosa.

Se enteró de que al equilibrista no le importaba caer al suelo. Su existencia, en realidad, no era otra cosa sino una ficción, un número más del espectáculo circense, una atracción que llevaba seis puntos de ventaja al espectáculo del liliputiense quien sacaba del bolsillo de su saco un centenar de salamandras.

Había perdido el gusto por la vida (se comentaba) desde que la gitana que echaba las cartas de amor le confesó, como a un cliente más, durante una tarde de luceros parejos, que huiría con José Velázquez, el brinquiño que se transformaba en águila cada noche.
Amparo se enamoró. Él no podía saberlo. Su amor era un amor de circo.
Iba día tras día a verlo.
En una ocasión, cuando las palomas echaron a volar ruidosamente entre el público, se acercó temblando desde la cabeza hasta los pies a él. No hizo más que clavar su mirada en Armando; aquello ya era demasiado, desde luego, pues sus ojos se llenaron de lágrimas. Él tenía la mirada apagada y las cejas pintadas con carbón. Ella era la copia de una mujer aparecida detrás de una ventana recientemente mojada por el aguacero.
Le dijo que lo amaba.
Le pidió que no se fuera a resbalar.
- Yo no moriré en la pista, sino en una habitación con olor a cataplasmas y a mixturas emolientes. Agonizaré en un lecho, de una enfermedad que comienza por roer la columna vertebral de los seres humanos - le confesó.
- Pero es que usted se arriesga tanto. Si usara una red...
- ¿Quién le mandó a amarme?
- El hecho de que no toleraría verlo morir.
La noche del domingo fue triste para el pueblo pues se asistía a la función final de aquellos seres circenses, tal vez gitanos melancólicos, que sacaban del temor a los silbidos de disgusto, del descontento de un sector, de la reprobación de una gradería del público, la excelencia artística, la puntuación perfecta.
Había gran cantidad de niños perdidos. Los había de ojos azules y cabellera rubiácea, que no recordaban sus nombres. Lloraban.
Pero los niños perdidos siempre lloran en el circo.
Un grande aplauso final coronó la actuación de los payasos, de la mujer traga-llamas, del hombre encantador de pitones y demonios, del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del domador de tigres de listas azules y violáceas en el lomo.
Al día siguiente amaneció nublado; la carpa ya no estaba en el parque. Y el pueblo se hallaba desolado como un solo hombre en la plaza desierta.
Amparo debía esperar un año para volver a encontrarse con aquel equilibrista que guardó su corazón, convertido en naipe, en su bolsillo.
Empezó a vagar por las calles. Se hizo parte de un viento, de una tormenta de arena, y luego, de un deslumbramiento.
Sentado debajo de un árbol de laurel lo vio.
Sobre sus cabellos caían pizcas de luz solar.
Corrió a su encuentro.
- ¿Qué hace usted aquí? - dijo con una fina tira de voz.
- Pensé que te debía al menos una despedida - le tuteó Armando.
- No te vayas. Digamos que si vas a irte me llevas.
- Será difícil. Tendrás que acostumbrarte a hacer un número quizás injusto para ti.
- Deja el circo, amor mío.
- No me imagino haciendo otra cosa que no sea caminar sobre una cuerda delgada. Y tú no podrías superar el número de Ágata; ella es capaz de doblarse en varias partes hasta convertirse en una hoja sensitiva; entonces, zas, atrapa a los insectos.
- ¡Eso no puede hacer nadie!
- Así pensábamos todos en el circo cuando se presentó durante una tarde de junio ante el patrón, con un frasco de vidrio donde se mezclaban cocuyos, grillos, sanjuaneros, langostas y libélulas. Dijo lo que sabía hacer; nos miramos con el descreimiento y la desconfianza propios de quienes son engañados en sus mismas narices. Cierto es que estamos acostumbrados a presenciar desde pequeños números fantásticos; total cada uno de nosotros es un genio que la humanidad desprecia; sólo tenemos cabida en los espectáculos. Pero aquello de convertirse en una hoja y atrapar insectos...
Ágata terminó de fumar un cigarrillo de menta y luego hizo su rutina frente al patrón. Era para no creer.
Y cuando hacía sus funciones, después del acto de la mujer crisálida, no creíamos en sus movimientos, en su arte divino, en su mágico poder, y el público tampoco creía hasta que todos nos fuimos acostumbrando simplemente a no creer.

Nadie estaba en la calle.
El mismo pueblo parecía un baldío.

Las lagartijas se deslizaban por las paredes de las casonas donde prendían malezas de espinas blancuzcas y frutas venenosas.

Las hermanas tejían laboriosamente.
Magdalena tenía los ojos clavados afuera.

Concepción se llenaba la boca hablando mal de Amparo. No le agradaba su manera de caminar. Decía que daba la impresión de que venía pisando mal los peldaños de una escalera, que parecía estar a punto de caer en los brazos de un caballero con quien se toparía a la vuelta de la esquina.
Amparo odiaba a los perros de su esposo. Los miraba con desagrado. Y las bestias hacían lo mismo.
- Creo que Amparo es una mujer un tanto melancólica. Y la melancolía es..., ya sabes, algo propio de las mujeres que siempre inventan dolores de cabeza - sentenció Concepción.
Yo sólo cumplo con escribir. No me puedo hacer cargo de la vida o la muerte de nadie.
La calle del pueblo estaba como siempre, lampiña.
Las hermanas tenían los rostros que se colocan las personas recién enteradas del fallecimiento de alguien conocido, quizás un vecino. Y, ciertamente, acababan de enterarse de la noticia. En sus rostros aparecía y desaparecía una expresión amarilla de sorpresa y de alegría a la vez. Los rumores de una muerte extraña hacen que la rutina se rompa en dos mitades perfectas y se busque saber cómo, cuándo y de qué manera sucedió el hecho. Por supuesto, no habiendo respuesta para el cómo, cuándo y de qué manera, la sospecha empieza a calcular por su cuenta. Y a caminar como un arácnido que tapiza con seda su vivienda.
- Pudo haber sido que buscaba morir ya, harto de la existencia, del techo, de las paredes, del olor nauseabundo del boj.
- No tenía problemas económicos.
- Amparo tal vez le dijo que deseaba dejar la casa.
- Los hombres se ponen felices cuando sus mujeres se mandan a mudar.
Se supo en el pueblo que dos individuos encapuchados entraron en la casa del sastre. Eran esa clase de sujetos acostumbrados a meterse con oficio en el domicilio ajeno y cometer el crimen atroz y horrendo de la media noche.
Los perros no fueron a ladrar pues ya habían hecho camaradería con los asesinos. Esas cosas ocurren. Un día, y otro día, y también otro día, le silbas a la bestia. Le das un hueso. O le acaricias la cabeza y el lomo. El animal se complace grandemente, te toma confianza, cree que eres su nuevo dios y mueve, alegre, la cola al verte.
La viuda, es decir, Amparo, lloró cuanto debía llorar ante la muerte de aquel hombre que no sabía, que nunca supo que su corazón se había convertido en un nubarrón lleno de lluvia y de aire impregnado de ozono, después de la mudanza del circo.
Llorar la sanó un poco, como el llanto sana a las niñas.
Se quedó en la casa, sola, con los perros.

Hizo lo que su marido solía hacer cuando estaba vivo y el mundo le quedaba poco para su sabiduría de hombre viejo y cansado: conversar con los animales. “Polo, si te portas bien, te voy a cubrir esta noche con mi cabriolé”. “Laika, no sigas ladrando a los gatos, total ellos están encima del tejado”. Ninguna filosofía; simple conversación.
Los animales tomaron por su cuenta aquella tristeza de la mujer, empezando, desde luego, por el aseo personal; así pues le lamían los pies fríos, largos y azulados, en un rito sacramental.
Se hubieran quedado durante las madrugadas escuchándola hablar, hablar, si no fuera porque debían ir al patio delantero, a entrar en cólera, a ladrar en balde.
La rama del árbol de agrios movida por el soplo del viento se dejó llevar, lentamente, por los astros titilantes.
Cuando la Luna llega a sacar la cabeza de entre el follaje de los árboles, los seres vivientes se convierten en actores de la noche. Es así que los felinos caminando sobre el tejado de zinc resultan ser grandes ratones que van con el ácido muriático en el vientre a morir a veinte metros de la cocina. Y las hojas no son tales sino plumas sanguinolentas de un pájaro dentirrostro atrapado por una comadreja.

Las solteronas conversaban.
Nacidas para el chisme, estampillaban con su lengua babosa los nombres y apellidos de sus prójimos.
Concepción quiso saber si Amparo vestía ropa de quebranto. Magdalena le contestó, mientras limpiaba sus anteojos, que según las vecinas, la viuda guardaba luto cerrado.
- Pues a mí no me consta - replicó Concepción.
- Mira que eres tonta. Ella sale de noche, como toda la gente del pueblo. ¿Acaso puedes pretender, hermana, distinguir una oscuridad dentro de otra oscuridad?
La mujer vivía encerrada. No se fijaba en los espejos para no reparar en su persona. El cabello se le desparramaba, cubriendo sus ojos, a veces.
Tropezaba con los perros.
Se olvidaba de sí misma.
Las flores se volvían en su contra. No importaba que ella les fuera a hablar con dulce voz y que les echara una canturía. Los jacintos perdían la compostura en su presencia, pues su figura era la de una sombra arrastrada y delgada que parecía atraer sobre sí el remate de un rayo mortal.
Y los fogonazos de un tren.
Un día de lluvia mansa se serenaron las aguas de su espíritu.
Se dejó llevar por la música de la radio, siendo ya florecida la tarde.
Pasaban “La flor de la canela”.
Escuchó noticias del circo.
La voz neutra del locutor hablaba del éxito que la compañía circense iba ganando en sus giras por España, Rusia, Francia, Italia. Ella se preguntaba cómo un circo con la carpa llena de remiendos podía despertar la admiración del público europeo.
Pensó en la morbosidad de la gente.
Ir y ver a un hombre, haciendo equilibrios sobre una cuerda, mientras abajo le aguardaba el vacío; o sea, observar a un artista ganándose la vida al filo de la muerte, bien valía un boleto de quinientos.

Amparo imaginaba los rostros sorprendidos de las gentes, quienes viendo que el equilibrista se salvaba de caer, parecía que ellos también se libraban de morir.
Así funcionaban la vida y la muerte en el circo “La Luciérnaga”.

Frotándose la nariz, Concepción comentó a Magdalena que Joaquín y Luz, quienes llevaban tres años de noviazgo, se habían despedido con un beso final debajo del árbol con forma de bóveda. Magda hizo un gesto de aburrimiento; sabía que muy pronto iban a estar juntos, con el humor alegre y avivado que los llevaría a contar y aprender chistes verdes el uno del otro.
Los casos de arreglos y desarreglos de los novios tenían - siempre - un final tan previsible en el pueblo: Él salía a bailar con otra mujer el merengue y el pericón ante la vista de todos, en la glorieta, o en la playa, junto al río, y ella actuaba bajo los efectos del despecho: arrojaba migas de pan desde el puente a los peces, con la cabeza inclinada sobre el pecho de un caballero.
Total: ambos sufrían por dentro; sus corazones se volvían negros como papeles devorados por el fuego y les salían de los ojos largas llamas de celo volcánico. Al rato, cuando ya creía el pueblo que sí, que esta vez la separación era definitiva, los amantes volvían a tomarse de la mano para caminar, en un tránsito desparejo, por las veredas llenas de musgo y de resolana.
Y después de un tiempo, otra vez la ruptura.
Y luego la reconciliación.
Y el adiós.
Y el volver a estar juntos.
Los pueblerinos sabían de memoria las historias de los romances. Nadie dejaba plantado a nadie por mucho tiempo. Para desencanto de las solteronas, que no encontraban novios ni sosiegos, los noviazgos más borrascosos y anunciadores de tormentas se desataban, finalmente, en una lluvia tranquila.
- Me han contado que Amparo se pone a aullar cada noche - cambió de tema Concepción.
- Venir a entristecer a la vecindad así. Ni que fuera una loba. No hay derecho.
- Es que el amor quema.
La viuda seguía a través de la radio la fama ascendente del equilibrista. Alguna vez iría a caer. Y se haría polvo en el piso. Ni la mujer que comía flores venenosas ni el individuo que se alimentaba de cangrejos cocinados sobre el cagafierro prendido con fuego despertaban el interés de la prensa como aquel sujeto que caminaba sobre la cuerda cada vez más desatento, por cierto, a los pasos perfectos.
El equilibrista fijaba su atención en los rostros atónitos y pálidos de sus compañeros quienes, al asomarse la tardecita e iluminarse el circo con las lámparas a gas, le rogaban que abandonara de una vez por todas aquel número suicida.

El atardecer caía con la lentitud sobre el pueblo.
Ni un alma en la calle. Apenas cuchicheos:
“Sí. Desde luego.”
“No piense que olvidé lo que me dijo.”
“¡Quién lo hubiera creído!”.
Un cerval caminaba sobre el tejado de una pequeña casa pintada con color amarillo.
Alguien parecía caminar. Pero no. Aquello solamente era la sombra de la rama de un árbol agitada por el viento.
- Han dicho en la casa parroquial que el circo llegará el sábado.
- ¿Estás segura?
- Las parroquianas dicen eso.
Amparo se preparó para ir al circo. Ya se sabe que una mujer que va a asistir a una función de cine se pinta el rostro con colores fuertes, casi iluminados y como tomados del cielo estrellado. Definió, pues, una línea azul sobre sus grandes ojos. Y acentuó sus formas con una pollera de cierta transparencia y una blusa de seda verde a la que se le había caído el botón de nácar del escote.
A la noche, el bullicio bajo la carpa era como de mar salido de sí mismo. O sea, de mar que ya no cabía en su sitio.
El maestro de ceremonia presentó al domador de tigres.
Después del primer número, aparecieron las gemelas contorsionistas, quienes se llevaron los aplausos de la multitud.
Yo sólo cumplo con escribir. Quién sabe; a lo mejor me dejo arrastrar por un castellano pagano y sin luces.
Al equilibrista lo tragó la tierra.
El público aguardó impaciente su aparición.
Acaso ése fue su mejor acto: desaparecer.
Un ruido de timbales y de platillos se hizo escuchar cuando un niño pecoso y vestido de etiqueta logró que un perro cruzara tres veces un arco de fuego. Cuántas negociaciones de dulces, de golosinas y de palmadas con las bestias aseguraban el éxito de los diversos actos, aunque a veces algún elefante viejo y desmemoriado se echaba para atrás, negándose a recoger con la trompa a la hermosa, rubiácea y casi transparente odalisca.
Amparo sintió - de repente - la respiración del equilibrista en su rostro.
Su corazón sonaba como el tambor del circo cuando solía acompañar un número de riesgo.
Él acarició sus cabellos y le besó largamente en la boca.
Cesó el redoblar de tambores y el público aplaudió.
Se abrazaron con fuerza.
Es cierto que las promesas de amor que se hacen en medio de la multitud alegre y ruidosa de un circo, se olvidan al acabarse la función, retirarse la gente y apagarse las candilejas.
Con la oscuridad suelen aparecer los duendes, las visiones quiméricas y los fantasmas recordando sus actuaciones más celebradas.
“Iba yo a lanzarme al espacio, cuando apareció el enano Matías, quien hizo una pirueta, una cabriola, arrastrándome consigo por el suelo. Aquel número jamás calculado fue, sin embargo, el más aplaudido. No pude soportar verme liado, mezclado, enredado con la caída de ese enano vestido de globo terráqueo. El público reía. Yo era un artista de prestigio y de presencia, el quinto de la generación Smith - Ulke. Hice el ridículo. Protagonicé lo inadmisible, lo lamentable. Por esa razón me pegué un tiro en la sien, un domingo a la tarde, en una estación ferroviaria de Buenos Aires ”, comentó el fantasma Francisco Umbral desde la bruma de su cigarrillo parpadeante, al fantasma de un caballero vestido de frac.
Mientras las apariciones, los gnomos y los fantasmas hablaban, Amparo y el equilibrista conversaban mirándose a los ojos.
Las hermanas Concepción y Magdalena aseguran que fueron felices.
Tuvieron un hijo. El pequeño hacía las mejores cabriolas y volteretas que jamás se vieron en el pueblo.
Nació para el aire, de hecho.


LA CASA PROHIBIDA

Óleo sobre lienzo, de Paul Cézanne

LA CASA PROHIBIDA

Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar metiendo las narices donde no deberían.
Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores, estorninos, cardenales, tarde tras tarde.
Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.
Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.
A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y
en tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales, por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al viento del caracol del mar. ¡El mar!
¡Cuántas tentaciones!

Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso, para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante? ¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?
En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad: Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera contentar.
Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.
Era ella la hora cinco de la tarde en figura.
Le gustaba conversar conmigo.

- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.
- Pues a aprender - contesté.
- ¿Y qué aprendes?
- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles, caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la diosa Minerva.
- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa antes del anochecer? ¿Eh?
Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.
- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.
- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.

La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.

No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.
Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran imaginación”.
Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue convirtiendo en una perturbación y en un desafío.
¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de perderse dentro de un sitio prohibido?
Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella nunca abrió la puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.

“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía contar Pedro, un niño malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las guineas.
“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.

Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.
Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la profundidad de una aguja en su propio relato.
Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de un momento a otro.

Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los mucílagos.
Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.

Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!
Al dar la medianoche cesaba la música.
Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no intentáramos nosotros. Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra esclavitud.
Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.

El caso es que cuando la diversión se apagaba débil, lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo su ventilación.

Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.
Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle, ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.

- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya que nadie puede verlas, madre? - pregunté.
Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al entendimiento humano. Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.
Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres matamos nuestro tiempo bordando”.

Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.

Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana, las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común, entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia con la cabeza.
Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.
Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si intentaran huir.
Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también - cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban volviendo pueblo.

Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.

Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea, relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.
La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar, con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.

Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado por mi tía Consuelo.
La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría después.
Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista italiano ( Enzo De Gásperi) en la pieza arquitectónica.
En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia; cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando emocionados la arquitectura artística que era el espinazo de nuestra casa; sus admiraciones pasaban por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de la morada.

Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su lustre y su esplendor.
Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.
Era considerado una especie de delito sentimental no mantener diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.
El más distraído visitante se llevaba una impresión de colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues todo su cuerpo despedía un grato olor.


En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.
Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.
Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.
Pero nadie se atrevía a hablar.
Yo, menos.


Y ella no era de conversar con la gente, aunque una permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso color bermejo, le daba una amigable apariencia.
Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.
Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad la colina, en busca de carroñas.
La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes, chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.
Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.
Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.
En su interior vivían hombres quienes habían sido traídos de la prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la jefatura de la penitenciaría nacional.
Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos, cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces, levantaban un vuelo escandaloso a su paso.
Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y de muertos desenterrados por gatos.
Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos, terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.

Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la corriente querer saber más.
Corría la historia de que los perros, temerosos de sus puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de una sombra.
Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.

“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros pareció darse por enterado.
Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues.
Zoilo, el de mayor edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de su victimario.

El asesino se jactaba de tener un sólo ojo. Se envanecía, pues, en su aspecto mitológico de cíclope.
En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para mantener el ceño enjuto.
Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.

Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la alambrada.
Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.

Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.
A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.
Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.
Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso) de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.

Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espejeantes. Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de la alambrada. Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y largo, de la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.

Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde, Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.
El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca, un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal, pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la vehemencia, la perturbación, cuando aún lloviendo, o cayendo una garúa impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la alambrada.
Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al “cierra tu casa” con las hojas sensitivas.
El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban, mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón encendido!
Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope, sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.
Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela pues en el sacrificio se apasionan.
“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir, melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.
Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la chiquilla. Ni sus padres, siquiera.

Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición, pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la mampara del Sol.
Es posible.
La otra cuenta que desapareció y nada más.

Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los alrededores de la colina.
Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no hay que prestar oídos pues acostumbran contar las historias del modo y de la manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales felices.

Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal hábito de decir “Dicen que ...”, miente, miente, miente.
Jamás se supo nada.
Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.
La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.
Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.
Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.
Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.
No veían la hora de que me marchara del sitio. A los desconocidos se desprecia, aún cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y atenciones.
Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el rostro de Rosa, a pesar de los años encimados que ya han pasado desde su desaparición.
Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se mostraría a un intruso.
Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados después de haberse perdido su paradero.
Cuando regresé me invadió la tristeza.
Ahora se me hace hábito, echar una mirada, cada atardecer, al sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han envejecido, como yo, como la gente del lugar.
No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y blancas, al clarear el día.
Y el crepúsculo, vagar entre sus plantas gramíneas.
Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi corazón.
Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda, diariamente, que sigo vivo.

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