viernes, 8 de octubre de 2010

EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS




Fue presentado ayer, 7 de Noviembre de 2010, en el local del Ateneo Paraguayo, el libro de cuentos de Delfina Acosta, "El Club de los Melancólicos", publicado por Editorial Servilibro, Asunción, Paraguay. La presentación estuvo a cargo del poeta Victorio Suárez.

“El libro de Delfina Acosta se caracteriza por una gran calidad de lenguaje, capacidad de narración, una fulguración poética que demuestra el oficio de la escritora y periodista”, refirió el poeta Victorio Suárez acerca de la labor de Delfina Acosta.

Respecto a la nueva obra de Acosta, Suárez comentó: “La característica más importante del libro es la de haber logrado un sentido de unidad, desde el primer cuento hasta el último. Es interesante palmar en la escritura de Delfina cómo trabaja las historias, los hechos regresivos, instalando en nuestro tiempo con una frescura imaginativa que logra dar pistas concretas hacia una nueva narrativa, exquisita y sintética al mismo tiempo”.
Suárez valoró los personajes que aparecen en la obra. “Los protagonistas que desfilan a nuestro encuentro, si bien son imágenes que quedaron en la memoria, recupera hoy con nitidez para decirnos lo que pensaron, lo que fueron y lo que sigue siendo hoy ya dentro de la literatura dentro del libro de Delfina.Indudablemente esa práctica cotidiana periodística, su formación de poeta, su lectura sistemática posibilitaron para que con este nuevo libro ella exponga una respetable calidad literaria”, resaltó el escritor.

En relación con la obra, dice la escritora Tania Alegria, en el prólogo:

"En la medida en que es verdadera la acepción de Tolstoi según la cual el autor que describa bien su aldea hablará del mundo, la escritura de Delfina Acosta es universalista.
En el abordaje de las sensibilidades la autora descobija y muestra en su impúdica desnudez la más variada gama de sentimientos y emociones: desde el amor hasta el odio, desde la curiosidad hasta la intriga, desde el tedio hasta la exaltación, desde el vínculo más íntimo hasta la soledad más desamparada. Y en ningún momento de su narrativa se encuentra oculto el lirismo reconocido y admirado por quienes conocen la excelencia de su obra poética.
Cada uno de los cuentos que componen este libro es un derroche de sensaciones que gritan desde la vivacidad del lenguaje y la opulencia de la creatividad. En “El club de los melancólicos” el lector encontrará una muestra privilegiada de la narrativa de una escritora de extraordinario calibre cuya obra honra a las letras latinoamericanas".




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LIBRO PLENAMENTE LOGRADO DE INTENSIDAD NARRATIVA Y FULGURACIÓN POÉTICA

El oficio de periodista brinda indudablemente grandes ventajas al escritor. Muchos grandes exponentes de las letras a nivel nacional y universal ejercieron tareas en la prensa escrita y luego pasaron a constituirse en grandes creadores de ficción. Es lo primero que se me ocurre decir después de seguir con mucha atención los cuentos de Delfina Acosta. A la ventaja ya señalada, en el caso de nuestra escritora, se suma otra más de fundamental importancia, la excelente formación literaria y el cultivo de la poesía de manera sistemática desde aquellos años iniciales en que integró el cenáculo Taller de poesía Manuel Ortiz Guerrero, también denominada promoción del 80 sólo para indicar su aparición en el contexto de la literatura paraguaya.

Sin embocar aún en la gran imaginación que la cuentista expone en sus trabajos, vale iniciar esta presentación resaltando de manera muy especial el manejo del lenguaje que despliega Delfina. Divorciada del mero retoricismo, de las frases hechas y de la rispidez, cada cuento encierra un cúmulo de frescura, de situaciones e imágenes amparadas por indulgentes cargas poéticas. Los momentos de ensoñación pasan, como así también el perfil de los personajes que desfilan innumerablemente para rescatar nostalgias, adyacencias de ríos, aroma de patios y, por sobre todo: vida. La existencia no es solamente tristeza en la voz de la poeta y narradora, tampoco la nostalgia es congoja, por lo menos esa es la orientación que nos brinda Delfina cuando dice las cosas y nombra con precisión cada paso que va ganando en el tiempo. La poesía tiene alas y vuela de manera rasante y altiva al mismo tiempo en los cuentos de este libro, su propósito apunta a entender los entretelones de la existencia humana; el pasado si bien es un recuerdo, un toque regresivo persistente, increíblemente se renueva y aquilata su espacio para adquirir vigencia y decirnos que hay hechos que ocurrieron y que están decididos a perdurar.

Las reminiscencias cuando enseñan su contenido profundo (o a veces su nostálgica simpleza aniñada), tienen buenos argumentos para quedarse y no borrarse, tal como ocurren con ciertos pasajes, paisajes y personajes que atravesaron el dialéctico discurrir de la memoria. La faena de ensamblar motivos y hechos y dichos requiere de mucha maestría y actitud para rescatar aquellos detalles que verdaderamente valen, es decir, que sirven de soporte para hacernos sentir una buena literatura. Nada más penoso que subir la cuesta sin comprender el motivo para finalmente no encontrar nada. Muchas veces eso ocurre con algunos libros que culminan en intentos o exhalaciones que no rubrican su destello. De esto se salva con creces nuestra escritora, pues, no solamente es capaz de conducirnos hacia las fulguraciones que presienten el alma sino también hacia la inminencia de una narrativa concisa, excelente, de fácil lectura, porque en ningún momento pierde el rumbo y en todo momento nos depara exquisitez y desarrollo temático preciso.

La captación completa, cinematográficamente, de los lugares y los protagonistas de los cuentos son verdaderamente admirables, tal vez, Delfina haya sido una observadora muy persistente en su niñez y dispone de suficiente memoria para pintar con tanta hondura los perfiles que caracterizan a esos seres olvidados y que sienten en sus almas los achaques del tiempo, tal como percibimos en su Hora nocturna, donde no se trata solamente del reloj que marca la penumbra sino de la oscuridad misma que golpea de manera inclemente a los seres humanos viejos y ausentes pero que combinan la superstición y muchas veces la lectura de sus autores preferidos. En Orquídeas para clara, un magnífico cuento de amplitud sensual, la historia amorosa marca sus propios condimentos para exaltarnos cumpliendo un ritual donde dos cuerpos raspan el panal de miel en la intensidad de aquel ambiente sombreado por el aliento del jardín, de final insospechado y lascivo nos conduce hacia un cuadro intrigante pero de poesía dilatada, nunca efímera.

Relatos que deslizan entre la tercera y la primera persona, presagian en todo momento la memoria y la deflagración de las vivencias, tal vez de la misma escritora, que se dedica a narrar, siempre desde una visión de delicadeza, esmero, buen gusto e inteligencia. Desde las primeras páginas uno va recorriendo rincones, inexistentes ya pero que aún encienden el fuego a través de la palabra y la invención. Se trata de una nueva producción que consigue magistralmente plantar su unidad, logro que llega mediante lecturas y una permanente dación por la escritura. Más que recomendable por su intensidad narrativa y fulguración poética.

VICTORIO SUÁREZ

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SOBRE "EL CLUB DE LOS MELANCÓLICOS" DE DELFINA ACOSTA
por Osvaldo González Real

El creador del sicoanálisis, Sigmund Freud, había dicho que la melancolía era un duelo por la pérdida del ser amado. Esto produciría una depresión (una especie de “enfermedad del alma”) que llevaría a la persona afectada hacia la ensoñación, a una tristeza – que según los escritores románticos – favorece la creatividad. De allí que algunos grandes poetas y novelistas hayan sido atacados por esa “dulce y voluptuosa” enfermedad. Como ejemplos notables tenemos a Poe y Baudelaire cuya obra ilustra lo afirmado anteriormente.

En el caso de los cuentos de Delfina encontramos varios de los síntomas característicos de la melancolía en muchos de sus personajes y en la atmósfera de pesadilla en que viven: alguna obra de Beethoven (para Elisa) ejecutada en el piano inglés de tres pedales, el pájaro solitario que canta, de pronto, en una rama, una mariposa llevada por un ejército de hormigas, el viento que arrastra hojas de otoño, son elementos que caracterizan su estilo. Justamente, el titulado como el libro en cuestión, es un verdadero “club” de desesperados que se reúnen para consolarse mutuamente y paliar su soledad mientras escuchan embelesados A mi manera de Frank Sinatra. Para ser miembro de esta extraña asociación hay que obedecer ciertas reglas como la de “concebir la vida como un disgusto, un desaire, un pensamiento triste que despeina”, en fin, intercambiar suspiros con los asmáticos y evitar a los felices. No se puede encarar el mundo en base a aspirinas y Alprazolán, expresa con voz cansada uno de los socios. La llovizna otoñal siempre acompaña la lectura de versos como “veinte poemas de amor…” de Neruda, etc.. Pero la melancolía es “una caja de Pandora” donde hay de todo, inclusive el amor. Y así se disgrega esta rara institución cuando una de las parejas decide casarse. Por otra parte, la heroína del “El contrato” lee Madame Bovary y especula con el suicidio de la mujer engañada. Otra, aparece en una conferencia, seduce a un joven y luego desaparece como un fantasma. Era un fantasma? O, simplemente la elucubración de una escritora que no sabe como terminar un cuento?
En fin, en la obra de Delfina Acosta podemos encontrar – como en su excelente poesía– un don especial para la introspección sicológica, un manejo del tiempo narrativo y la creación de situaciones límite, que crean suspenso, como en el cuento policial “Orquídeas para Clara”.


OSVALDO GONZÁLES REAL

viernes, 24 de septiembre de 2010

POEMAS

Pablo Picasso


AQUELLA QUE TE AMÓ

Palomas de repente en mis mejillas.
Un sacudir de alas si regresas,
amante, a mi presencia y me perdonas
y arrancas de mi amor la sola queja.
Me juras por tus muertos, yo te juro
por Dios que a los demonios atormenta.
Y en brasas se convierten las palabras.
En pájaros sangrientos que pelean
por las migajas de las hostias últimas.
Ámame hombre en esta noche negra.
Mi historia es ésta: un lecho solitario,
un despertarme atada siempre a hiedras
y una almohada llena de tu rostro.
Mi vida toda es sólo sueño, niebla.
Mas llegas y mi voz ya no es cautiva.
Y aquella que te amó, se me asemeja.


EL BESO

Voy a contarte un cuento que otras saben.
Las menos como tú jamás supieron.
Era un juego de a dos pues se enfrentaban
un rey hermoso y una reina a besos.
Y érase que ella alegre se moría
como última tecla en cada beso.
Y él riendo tomaba con su boca
un poco de su lengua y de su aliento.
Pasó el verano bajo el puente chino,
sopló el otoño y garuó el invierno,
volvió la primavera y se marchó
detrás de un par de niños aquel juego.
Y érase esa mujer que aún lo amaba,
y moría de pena, pero en serio.
Y érase la tristeza en el ciprés
la hora en que llovía en ese reino.


ROPAJE

Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Mi ocasión la tormenta y los relámpagos,
y es la montura de mi amor el viento.
No retorno: yo voy pues son mis pasos
como a la hierba la pasión del fuego.
Soy la bestia de larga cabellera
que lame la otra lengua que es el beso.
En la forma de piedra me hallo a gusto
porque es así tan duro mi silencio
que no lo vencerá el dolor del mundo,
ni del odio la gota de veneno.
Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Brotaron en mis manos de agua sucia
las flores venenosas de estos versos.


MALEZA

Mi alma es una ramerita, Dios.
No quiero amar al prójimo. La fiesta
de la alegría ajena añade gotas
de hiel al ojo. Crece la maleza
de mi maldad si otros son felices.

Mi corazón al colmo siempre llega.

Yo peco, sí, yo pronto me extravío.
Me gusta darme al vicio y la pereza.
Yo canto maldiciones en mi cuarto.
El mal hablar de alguna pobre vieja
asmática se eleva por mi voz.
La perdición de otros me contenta.

Pasada ya de copas me derrumbo
sobre mi lecho componiendo un himno:
“Mi Dios, lejano Dios, perfecto Padre,
soy esa oveja que perdió tu Hijo”.

martes, 13 de julio de 2010

ÁNGELUS. Poema


Oleo de Chrystian Guttiérrez

ÁNGELUS

Quién pudiera aprender los largos versos
que saben las oscuras golondrinas;
ellas retornan al oír el canto
de lo que fue un lejano Ave María.

Quién dijera de pronto al recordarme:
delante de una lámpara encendida
dejaba en cada línea de papel
los versos que las páginas perdían.

Solía al ver crecidas su melena,
su lágrima y su uña andar sombría.
Y le han crecido por andarse triste
en vez de cualquier cosa, margaritas.

Y que se diga un dulce cuento al niño:
bajó la muerte a ella cierto día
en que la lluvia se volvió una gota
sobre la rosa que perdió la vida.



Estimada Delfina, me ha encantado su poema, por su belleza plástica y porque rebosa humanidad. Me han gustado especialmente esos dos versos que tanto dicen: "dejaba en cada línea de papel/ los versos que las páginas perdían.", y es también admirable ese final donde vida y muerte se encuentran, perso sin combatirse, con naturalidad y esperanza-porque donde está la balleza artística, ahí reside siempre, despierta y cálida, la esperanza-. El ritmo de este poema junto a su contenido transmite una gran sensación de belleza y serenidad.

David Rey Fernández

lunes, 5 de julio de 2010

LA PUERTA. POEMA.


Oleo de Modigliani

LA PUERTA

DELFINA ACOSTA

Cualquiera llama a mi pequeña puerta.
Cenar suelo con reyes y mendigos.
Ay, cómo me atareo en repartir
en dos iguales partes lo servido.
Y es entre gente que a mi casa llega
contándome unos casos divertidos,
cuando me acuerdo yo de tu anunciada
visita, bienamado, y ahorro el vino.
Mi hogar aseo día a día y pongo
sobre la mesa aroma de jacintos.
Mientras te aguardo, ¿quién también te aguarda?
Y si tú llegas, ¿cena quién contigo?
Señor, que me confundes o enterneces
con tus palabras puestas en mi oído.
¿Las cosas que me dices son las mismas
que oyen las otras y les da lo mismo?

jueves, 1 de julio de 2010

EL DISERTANTE

Oleo de Pablo Picasso


EL DISERTANTE

DELFINA ACOSTA




La señorita Sara Arzamendia era una escritora que tenía su tiempo arreglado. Se levantaba cuando el olor de su patio cubierto por enredaderas, aloes, helechos y flores de las más diversas especies, se hacía fuerte y le provocaba estornudos. Los abejorros venían a estrellarse, en esos momentos, contra su ventanal de vidrio.
Después de cepillarse los dientes, peinar su cabellera oscura y con relucientes canas, y desayunar una taza de leche con café y pan untado con dulce de membrillo, se dirigía al depósito donde dormía su perro, para llevarlo al patio delantero. Luego se sentaba a escribir. Esa mañana de sol casi rojizo ( había pasado un mes y medio sin llover), se le escurrían las ideas de las manos blancas y venosas:
Manuel Franco era un joven de veinte años, que se dedicaba a la apicultura, practicaba natación, y no era de salir.
Por eso, porque no era de salir, la vez que decidió ir a escuchar la charla del Profesor Sun Shaomou sobre fenómenos paranormales (la cátedra correspondía al salón 4 del edificio “Alta Torre”), esperaba pasar un momento que no sabía cómo definir.
El disertante en cuestión era un chino de edad escondida..
Vestía un traje negro y una corbata riesgosamente colorida para la ocasión.
Al cabo de un buen rato de la exposición versada sobre la compatibilidad de la luna con las ideas criminales, Manuel levantó la mano y dijo las vaguedades propias que se dicen en circunstancias donde la realidad desaparece y las especulaciones y las ironías son las cartas con las que se juega. Espantó una mosca que le causaba molestia y se quedó aguardando una respuesta.
-¿El señorito podría pasar en limpio la pregunta? El señorito parece que leyó mucho a Sigmund Freud - contestó y refugió su rostro amarillo en una sonrisa burlona y muy china.
La mosca se había posado sobre la mesa de ébano donde estaban el vaso y la jarra de agua de Sun Shaomou.
Una joven rubia, con cutis de cristal, que entró con la respiración acelerada al recinto y se sentó a su lado, le salvó de levantarse y darle un plantón al disertante, pues le pareció muy feo que se pasara de mambo.
La recién llegada tomaba con rapidez anotaciones en un cuaderno. De vez en cuando se llevaba la mano a la boca, sorprendida con los ejemplos de las extrañas circunstancias que el oriental contaba, y él, que ya la había descubierto entre el gentío, se embarcaba - ahora - con pasión en lenguas raras. Luego, acercándose a ella como quien invita a bailar, le preguntó qué situación (concretamente) extraña le había pasado alguna vez.
La chica se levantó, se vació en un largo suspiro, y dejó constancia con una sonrisa atenta y amable de que no tenía nada que valiera la pena contar.
Esa respuesta no bajó el entusiasmo del chino, que a partir de entonces parecía reflexionar y hablar expresamente para un grupo de cuatro señoras (tres de ellas excedidas de peso) sentadas en la primera fila. Las damas también hacían anotaciones marcadas por el pulso de la ansiedad (los detalles eran tan infrecuentes). Escuchaban al mensajero asintiendo a menudo con la cabeza. Parecían convencidas de que el oriental las llevaría por un camino azulado, y que de un momento a otro el corazón se les paralizaría con la revelación, la confesión prima, el eje del misterio salido a la luz para la salvación humana. Como a las diez de la noche terminó el acto.
Manuel, ya en la calle, se acercó a la joven rubia. Ella estaba llena todavía de aquel clima extraño e hipnótico que había vagado como una mariposa nocturna por el recinto.
Le propuso caminar un rato. Y la mujer le contó que se llamaba Rita, que creía en esas cosas desde chica, aunque jamás le había ocurrido nada de nada. Y era su voz dulce, y sus palabras caían cuidadosas y lentas en esa noche calurosa. Un perfume de gisofilas la envolvía silenciosamente.
Manuel notaba que ella buscaba sus ojos. Se los dio enteramente. Y ambos se entregaron al placer simple y volátil de la conversación que se genera con espontaneidad entre los recién conocidos.
Fueron a buscar un bar pues deseaban tomar gaseosas, y también porque no querían que aquella noche, tan necesitada de cigarrillos y de Coca Cola, terminara así, sin olor ni color.
Se metieron en un barcito llamado “La Posta”
La mujer le dijo que estudiaba Literatura y Letras y que admiraba a Albert Camus. Le citó otros nombres: Julio Cortázar, Mario Benedetti y Franz Kafka.
- Mario Benedetti tiene el valor de escribir cosas sencillas, mérito no encontrado en Julio Cortázar, que es magistral, pero a quien hay que leerlo más de una vez para entender hacia dónde apuntan sus crímenes - dijo, y trazó un círculo con el dedo índice sobre la mesa.
Mientras ella hablaba, y sorbía con una paja la gaseosa, Manuel rogaba por dentro que siguiera hablando, que siguiera contando las cosas que contaba, así, como una mujer que lo quería seducir con su porte intelectual ( pilló su juego); que hablara, hablara, hablara, y dijera la tabla del siete si ya no le venía nada a la mente. Aquella voz suya era como un hueco rellenado con luz propia.
Le preguntó dónde vivía. Y ella le dijo que a una cuadra de la vieja fábrica de botellas. Y que su casa tenía una muralla de color terracota con el número 954.
Se despidieron con un intento de beso en la boca.
Durante tres días Manuel se pasó dale que dale, pensando. ¿Debía ir o no a verla? Su corazón le decía que sí. Pero temía. Apenas la conocía y ya la extrañaba ferozmente.
Aquella tarde de sábado con llovizna, mientras escuchaba la voz de Charles Aznavour, algo dentro de él se rajó. La viscosidad de la sangre, ese derramamiento apasionado, sin pausa, sin límites, lo llevaron a fumar.
Apagó el tocadiscos y se lanzó a la calle.
El ómnibus lo dejó a dos cuadras de la casa de Rita.
Caminó. Allí estaba el número 954. Y también el timbre. Tocó y apareció en la puerta un señor sin camisa, con el pantalón manchado con cal, y nervioso. Tosía mientras daba consejos a la gente de adentro.
Cuando le preguntó por Rita le miró extrañado.
- Aquí no vive ninguna Rita - fueron sus palabras.
Entonces Manuel se enojó, y le dijo que no podía ser, que él era solamente un amigo de su “hija” y no tenía intención alguna de molestar.
- ¿Dice usted, mi “hija”?
- ¿Pues qué cosa viene a ser de ella, si se puede saber? ¿Acaso el abuelo?
Entonces el señor se enojó de veras, y le avisó, con el rostro enrojecido, que no estaba para bromas, y que lo mejor era que se marchara en el instante porque en caso contrario llamaría a la policía.
En ese punto, Sara Arzamendia se quedó pensando. Apoyó la cabeza sobre el respaldo sedoso del sofá. No sabía por dónde continuar el relato. Y hacía tanto calor. Y el sudor picaba en el cuerpo.
Le pasaba que cuando no sabía cómo acabar o seguir un cuento, iba a encontrase con su amiga Amparo Méndez, y ella le daba la medicina literaria adecuada para salir del aprieto.
Un ave muerta era devorada por las hormigas en el patio.
Llamó a Amparo y le propuso un encuentro a las cinco, en el bar de siempre.
Derramó una jarra de agua sobre su perro, que huía del calor, con la lengua afuera, hacia cualquier sitio.
A la cinco menos cuarto, Sara se dirigió a la calle. Un repentino temor (o casi pánico) de que por esta vez su amiga no podría ayudarla, la distrajo, la apartó un momento del mundo, del lejano ladrido de los perros, de la realidad del calor sofocante y espeso.

No vio la camioneta azul que apareció de improviso y la embistió. Después de un tiempo, alrededor de su cadáver, se fue juntando lenta, ceremoniosamente, la gente...
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viernes, 28 de mayo de 2010

ORQUÍDEAS PARA CLARA

Orquídeas Blancas
Pintura de Jorge Valladares Diéguez (Cuba)


ORQUÍDEAS PARA CLARA

DELFINA ACOSTA

Por un camino de polvo uno iba a la Farmacia Lázaro, y ahí, el farmacéutico, que llevaba una vida sedentaria, te contaba algún chisme, cualquier zoncera, porque gran cosa no ocurría nunca.
Todo era un asomarse a la ventana, y mirar a la calle, que al atardecer tenía un color sombrío y apagado, y luego, cansado del triste espectáculo volver a meterse en la casa para esperar que cayera la noche y echarse sobre el lecho.
En la casa de enfrente vivía una adolescente paralítica.
A las seis en punto de la tarde, una mujer robusta, con el cabello recogido en un pañuelo de colores, la sacaba al patio que daba a la calle, y la adolescente, de rostro pálido y pecoso, se quedaba como un ave sobre un tendido eléctrico, ansiosa por volar, pues había que ver cómo se le quitaba el rostro triste, y la elocuencia, las palabras en pleno aleteo, le dibujaban un semblante feliz.
En las otras casas, que eran pocas, las puertas permanecían cerradas.
La gente no caminaba al atardecer por la calle.
Y aquella conducta de sacar al perro para que paseara no existía pues las personas eran de vivir adentro, y escuchar la radio que pasaba música internacional, pero de las salidas del fuelle de un acordeón, del viento de un trombón y de las teclas de un piano, y no las que alcanzaban los pulmones de un vigoroso tenor italiano pues la tendencia era oír sólo el clamor de los instrumentos musicales.
Clara se aburría.
Era demasiado largo el tiempo que transcurría entre los cuerpos celestes, con fogonazos y apagones de luz; ella daría lo que fuera por atraer la atención de alguien, y luego pedirle que le contara todo, desde el principio hasta el final, o sea alfa y omega, y seguir así, dale que te dale, y que fuera tarde para continuar hablando y aparecieran las primeras luciérnagas del crepúsculo, pero continuar lo mismo.
Mientras comía, a la hora del almuerzo, su invariable porción de chuleta de cerdo y de puerro, pensaba qué haría después de la siesta, en qué distracción haría vagar sus horas blancas, pero terminaba sentada en el sillón del patio, leyendo alguna vieja revista.
Durante una tarde de sol que picaba, y mucho, alguien golpeó las manos en su portón.
Fue a atender.
Era un hombre oriental. Dijo llamarse Kato Akagi. Y bajo el sol inclemente y picante como un sello salino en la frente, le fue diciendo, con suma amabilidad, que traía orquídeas de las mejores y de las más exóticas especies, y que se contentaría, en caso de que lo tomara como jardinero, con un lecho para dormir y comida. Conocía bastante de plomería y de instalaciones eléctricas además.
Clara sabía que no podría mantenerlo, pero ya le vendría una invención, una idea, una chispa hija del apuro, y lo contrató.
El oriental, que resultó ser japonés, tenía su edad: 30 años.
A los quince días Kato ya había formado bajo la enramada de la vid un sitio rectangular y parejo para las orquídeas, que él llamaba “su pueblo”. A menudo lidiaba contra las abejas que venían atraídas por el líquido dulzón de las frutas con un heroico sentido del humor.
Clara se sentía contenta. Por fin alguien con quien charlar.
Después de cenar (el japonés comía en un cuarto grande destinado a los cachivaches), le pidió que viniera a sentarse a su mesa.
Jamás supo lo que era darse aires, ni inyectar un tercio de ampolla de maldad a la gente, porque en ese pueblo de diaria consumación de la indiferencia, el necesario placer de odiar a una persona, nunca había tenido su proceso ni ocasión.
Así fue que ante la mirada de Kato, saboreó ronroneando su postre, y le comentó que lo hizo a la tarde y lo dejó enfriar, y luego, sorbiendo el jugo de durazno que hacía perfecto maridaje con el zumo de piña, cerró sus ojos largamente como si fuera que estuviera viajando y le contó que podía sentir no sólo los sabores sino también los colores.
- Esto es un manjar de los dioses. Ambrosía pura - suspiró.
Después, temiendo que Kato tomara de un salto su postre, se animó a tragar un durazno entero, y le fue contando, dale que dale, que se sentía contenta con su trabajo aunque el rociado de las flores le parecía excesivo. Pero en el momento le pidió perdón porque qué podría ella saber de orquídeas.
Y se levantó de la mesa y vio los dientes sanos de Kato mostrando una sonrisa obediente en señal de las buenas noches. Clara se sintió triunfal.
En los días sucesivos charlaba de cuando en cuando con Kato.
Le observaba hacer las cosas (vestía siempre una camiseta de frisa y pantalones a rayas) con la cabeza inclinada sobre el objeto de su propósito. Y ella pensaba, pensaba, y no se le ocurría con qué maldad darle un maltrato porque nada más se le cruzaban por la mente preguntas, que él contestaba hacendoso. Y cuanto más se volvía respetuoso y puntual y preciso en su comunicación, más Clara se irritaba.
Un día, estando la tarde calurosa, vio dos escorpiones junto a la rejilla del cuarto de baño. Los tomó con papel y los dejó dentro de un viejo tarro de pintura “Látex” donde Kato guardaba un aditivo para el abono. Se sentó a esperar mientras escuchaba música de la radio.
Y cuando ya la música le iba dejando en estado de sopor, sintió, sobresaltándose, la presencia del japonés. Le mostró los insectos acercándolos cuidadosamente a su rostro, y los bajó sobre una baldosa, y una vez que los desesperó y los indujo a muerte prendiendo fuego a su alrededor, los llevó a su boca, hizo un buche con ellos, para después escupirlos muy lejos.
- Estos bichos salen cuando hace calor - dijo. Una sonrisa burlona le blanqueó e iluminó la cara.
Pero hubo cierta hora de ese día en que Clara sentía el calor agobiante de la noche. Se imaginaba corriendo, desnuda, con el cabello suelto. Los insectos nocturnos buscaban su rostro, sin embargo ella seguía corriendo, descalza, afiebrada y ligera, y algo de la brisa y del sudor se prendían, confabulados, de su larga cabellera suelta. Y fue sin darse cuenta que paró de correr, pues estaba ya en el cuarto de Kato, quien dormía desnudo.
Ella le dijo cosas tibias en el oído para que despertara.
Y él despertó, y nombró a su esposa y a su hijo pequeño varias veces, levantando una barrera.
Pero ella no quiso escucharlo.
Esa manera suya, como de serpiente, de deslizarse, de desprenderse de la fuerza de los brazos de Clara, hasta llegar al suelo, era su forma de pedirle disculpas por no poder atender a sus requerimientos.
Tocando su sexo, lamiéndole las orejas, hablándole como desde un lugar secreto y lascivo de la noche, siguió insistiendo.
Repasó con su lengua furiosa su cuerpo y rozó con sus largos dedos finos su rostro hasta llegar a sus tetillas.
En un momento apretó sus senos contra su pecho. Se oyó a sí misma ronronear.
Fue entonces cuando bajó su capullo oscuro hasta el sexo masculino y besó en la boca a Kato. Empezó a hacer leves movimientos; ellos parecían dibujar una flor oscilante de una rama. Y aquellos movimientos sin posibles errores, aquellas olas altas y bajas, aquel placer que empezaba a formar parte de un viento que había perdido el control de sí mismo, comenzó a escurrirse como el zumo del mar librado a la oscuridad.
La quietud de la noche era grande.
Ella dibujó en el cuerpo amante la forma de un círculo.
Suspiró satisfecha mientras observaba, a la luz blanca de la luna, la silueta de un gato sobre el tejado. Los gatos le inspiraban desconfianza, pero aquel minino despertó su ternura.
Todavía su cuerpo tenía memoria del placer cuando vio a Kato, parado frente a ella.
Un ave chistó dos veces a lo lejos y voló huyendo.
El hombre sujetó fuertemente sus dos brazos mientras hundía un cuchillo en su cuello, su largo y suave cuello de cisne, que empezaba a manar sangre tibia.
Muerta, con algunos claros rojos de la sangre sobre su piel blanca, Clara parecía una rara y exquisita orquídea.

martes, 18 de mayo de 2010

EL CONTRATO


Óleo de Paul Gauguin

EL CONTRATO
POR DELFINA ACOSTA



A Elisa, vestida de luto entero, como correspondía, pues venía de enterrar a su padre en el cementerio del pueblo, le llegó una anticipada alegría al golpear con la aldaba la puerta de su casa.
Escuchó ladrar a los perros. Sólo para oírlos, le venía el propósito de dar golpes y más golpes. Golpes de quien sabe que lo dejarán entrar porque la puerta se compadece (más tarde que temprano, pero se compadece) del mendigo, del vecino insomne, del forastero perdido en la noche de frío y de tormenta, cuando Zeus envía un rayo y el trueno empieza a galopar.
Siguió golpeando. Era como si la casa ladrara, dispuesta a clavar sus colmillos y sus alfileres en el desconocido que se atreviera a meter el polvo o el lodo de la calle en su recinto.
Con dos vueltas de llaves se introdujo en el interior; una vez que estuvo adentro empezó a sacarse el luto. Y el luto fue colgado de un colgadero de seis escarpias, doblado y guardado en un cajón de la cómoda, arrojado en una esquina, junto a otros zapatos, y convertido en una pequeña pelota al caer en la gaveta destinada a las medias de seda.
Al cerrar y guardar su abanico en el cajón de un viejo escritorio, no solamente cerró el despliegue de colores de la bailarina de flamenco con la mantilla de adelfas y rosas sobre sus hombros, y el chusco de camisa a lunares que rasgaba una guitarra, sino que también tuvo la sensación de haber cerrado todos sus suspiros.
Estaba sola, con sus treinta y nueve años, y aquellos muebles de porte antiguo que eran su suprema compañía. Por ejemplo aquel cuadro enorme, de firma borrosa, un poco inclinado y enfermo de humedad. En él se veía una casa blancuzca largando humo por la chimenea; un camino delgado pero impaciente, de tierra roja, parecía invitar al contemplador de ocasión para que se dejara llevar por él.
Ah..., dejarse llevar.
Elisa había observado una tarde que una mosca de alas ligeramente verdosas (la única, la misma de la sala), la mosca que acostumbraba pasear por las salvillas de oro y por los candelabros de plata, iba y venía por el cuadro, por la copa del solitario árbol del paisaje, por las tejuelas, por el humo azulado, casi lueñe, de la chimenea, por la firma ilegible del artista, y hasta por la pieza de madera pintada que hacía de marco, pero evitaba el camino.
El cielo azulino, sí.
El camino de tierra roja, no.
Mas luego, resistiéndose a avanzar, intentando inútilmente levantar vuelo, luchando con estoicismo contra su destino de mosca en una vieja aunque valiosa obra de arte, fue por el camino que llevaba a la oscura puerta de la casa. Y ésta se la tragó.
El insecto había desaparecido.
Recordó haber contado la historia a su padre. Tomaban el mate de la mañana en el patio de los azafranes, y los perros se lamían las patas junto al brasero con aquella pereza animal que tiene cierto aire de realeza. Algunas chispas de los carbones convertidos en brasas alcanzaban su rostro, sin embargo, ella no se daba cuenta. Sólo sabía que estaba contando a su padre la historia de la mosca, de aquel díptero atrapado y sometido a encierro por la misteriosa casa de la chimenea y el humo azulado. Y a medida que hablaba, que redondeaba las frases, que intentaba buscar una explicación en torno al misterio, que recuperaba el aliento y volvía a contar, era como si la mosca buscara salir de aquel cuadro grande y húmedo por su boca.
Pero su padre no dijo nada. Sorbía la bombilla lentamente con una expresión lisa y ausente en la cara. Ella insistió, y mientras insistía escuchaba su voz tomando lentamente distancia de ella hasta que se le hacía cada vez más difícil y más enredado ir tras sus palabras.
Alguna vez nos ha pasado un susto mayúsculo, un hecho inexplicable, algo que hubiéramos deseado contar al instante a alguien que nos creyera en el momento. Pero luego, al contárselo a los demás, al tratar de conservar en su estado de huevo fresco la historia contra natura que nos ha tocado vivir, hemos sentido al cascarón rajarse lentamente y a la yema escurrirse por nuestros dedos, dejándolos sucios, viscosos, pegajosos.
Quienes nos escuchan, con la incredulidad y la confusión subidas a sus ojos ante nuestra expresión nerviosa, nos dejan en estado de vergüenza; caemos en la cuenta de que nuestros “confidentes” están a un paso de tratarnos de mentirosos y fabuladores. Finalmente, muy desorientados, ya ni sabemos si en realidad ocurrió o no “aquello” que empezamos contando con la voz inflada de pasión y de entusiasmo, y el rostro rojo, encendido, iluminado. Y nos damos por vencidos.
La casa y los muebles con cierto aire victoriano le pesaban a Elisa.
Observó su pierna coja, fruto y castigo de una polio mal curada. Miró sus viejos zapatos de charol, y así, en conocimiento de su pobreza, se puso a pensar.
Cuánto pensó dentro de su pobreza.
Se le presentó en la mente la fiambrera vacía.
Observó el cofre sobre la mesa donde solía colocar las llaves de la casa y algunas monedas de níquel. ¿Habría tal vez algún dinero dentro de él? La posibilidad de encontrar monedas en esa caja con cerradura de bronce iluminó sus ojos verdes. Le vino el recuerdo de haberse levantado la noche anterior, durante el velorio, para guardar el cofre, temerosa de un robo; lo tomó, lo abrió, y su vaciedad le cayó con tristeza polvorienta sobre sus ojos.

Recordó que no había manteca, ni lentejas, ni arroz, ni sal, ni limones en el árbol del patio. Y para echar a rodar un castigo sobre la penosa situación, los perros la observaban fijamente, y ella se sentía culpable de sus grandes ojos fijos, hasta que no pudo más y les ordenó que se fueran al fondo a buscar un gato que no existía, gritando “¡¡¡michi, michi, michi!!!”.
Ah... Pero le vino a la memoria la figura del escribano Pablo Álvarez, un hombre flaco, de sombrero muy a propósito de la elegancia masculina, y de ojeras profundas, que parecía estar lejos de sus veintinueve años.
Dentro de dos días él vendría a su casa para quedarse a vivir bajo su techo definitivamente. Y ella tendría, conforme a las estrictas cláusulas del contrato, el dinero de la venta de su casa y de sus muebles.
Ocurre a veces, que cuando una mujer solitaria se vuelve anciana, se ve en la necesidad de ofrecer su vivienda a un extraño, con ella adentro, hasta que se muera.

La anciana en cuestión guarda el dinero de la venta para pagar sus gastos, que no son muchos, ciertamente, pues un guisado de judías sin sal o mandiocas fritas le caen bien, y las velas de cera son siempre demasiadas para alguien que se vale cuanto puede de la luz del crepúsculo para buscar broches, agujas, pinches, estampas religiosas y cosas perdidas, y el jabón es un lujo aparte porque la ropa que lleva puesta todavía le dura y le seguirá durando; además los lavados con jabón echan a perder las mangas y los puños de las prendas de vestir.
Es común que el comprador de la vivienda aguarde, para desligarse de una presencia incómoda, indeseable, propensa a las pústulas y a la tos nocturna, que la vieja muera pronto, cosa que casi nunca ocurre.
Elisa había vendido al escribano Pablo Álvarez su casa, sus muebles y de alguna manera, su propia persona, por una suma importante. El contrato estaba firmado. Hasta hicieron bromas ácidas.
“¿Quién de los dos morirá primero?”, dijo Elisa.
Y el escribano le deseó vida eterna, frotándose la risa con el dedo índice. Era un tic.
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Con suspiros de satisfacción y el rostro reflejando señales de haber dormido profundamente la noche anterior, Pablo Álvarez se presentó ante ella, en el día previsto, que tenía un fuerte olor a humedad despedido por la flora. En el fondo del patio los perros ladraban.
El escribano le pasó la mano larga y mojada por la lluvia, y le pidió un perdón desmedido, y ella le dijo, inclinando ligeramente la cabeza, que no se preocupara.
Después de algunas zonceras más que se dijeron para agazajarse, y de cerrarse el pago, Elisa fue a su cuarto, una pieza distante donde estaban ubicados su lecho, una mesa pequeña con patas de hierro, un ropero de luna, una cómoda y algunos objetos con olor a herrumbre colocados sobre un mueble de grandes entrepaños.
Se sentó en el borde de la cama, abrió la bolsa llena de fajos de billetes de los grandes, y empezó a contar.
El escribano se dirigió a la biblioteca, que a partir de ese momento pasaría a ser su gabinete. Silbaba diferentes canciones, y caminaba distinto y raro, que era su manera de expresar su contento inmediato.
Al cabo de una semana (las decisiones se toman generalmente siete días después de una mudanza), el hombre le comentó a Elisa, con voz afectuosa, casi tanteadora, que deseaba vender aquel candelero de madera de ébano para comprar un sillón giratorio.
Ah... Elisa no podía permitirlo. A la luz de ese velador, y con la sola compañía de un grillo que la molestaba, pero al que no se decidía a matar (porque podía aplastar a las cucarachas, pero a los grillos no), había descubierto el placer lúdico de la lectura: “Las mil y una noches” y “Madame Bovary”. Después vinieron más tomos y libros: “Don Quijote de la Mancha”, “Fortunata y Jacinta”, “Misteriosa Buenos Aires”, y también más grillos.
“Yo se lo compraré”, le dijo con un tono rotundo. Y el escribano se quedó asombrado y con la boca cerrada. Reclinado contra la ventana que daba a la calle, observaba cómo ella, tratando de disimular su cojera, con un rebusque que lo intrigaba y lo desorientaba, se iba para el fondo.
No tenía recuerdo de su rostro. Le pasaba a menudo que revisando papeles, folios y otros documentos, para entrar en los detalles de los trámites de tal o cual caso, no se fijaba en la cara del cliente sentado frente a él; sólo le llegaba su respiración cargada de aflicción, su silencio respetuoso, o su voz ansiosa preguntando cuándo estaría resuelto el caso.
Elisa regresó con un apuro desmedido.
Le pagó lo que valía la lámpara. Negocio cerrado con billetes nuevos. Con un sentimiento animado la prendió.
Y fue como si su rostro también se prendiera.
El escribano la miró largamente. Y vio en su rostro amable, sonriente, permiso para hablar.
Pero se contuvo.
Razón tenía su primo Joaquín, cuando le decía, mientras fumaban y caminaban en dirección a cualquier parte, que le costaba hablar porque era un educado crónico.
“Para Elisa”, venida de algún sitio lejano y ejecutada por alguien que luchaba contra el piano para que no se notara el calamitoso estado de desafinación del instrumento, fue la excusa.
- ¿Le gusta la música?
- ¿Se refiere a la música clásica, como aquélla?
- No. Quiero decir la música en general. Alguna vidalita, un tango, lo que mejor salga de las teclas o de las cuerdas.
- Pues sí. Claro que cuando cocino, no suelo escuchar la radio, pues los boleros me dan vuelta la cabeza, y echo la sal en la olla como si lloviera, y el estofado no lo quieren comer ni los perros de la calle.
- ¿Cuándo tendré el gusto de probar un bocado preparado por sus manos? No pido gran cosa. Un guisado de arroz, un simple caldo, un humilde plato de lentejas ... Soy un distraído comensal venido del campo.
Elisa sonrió. La simpleza de su conversación le caía bien.
Y entonces se animó y le contó que una vez tuvo un novio con saco de gabardina y zapatos con piel de tortuga, que venía a su casa los días de visita, o sea martes, jueves y sábado, y no se quería ir. Ya estaban las casonas de enfrente sumergidas en la pastosa oscuridad nocturna, y los pájaros chistaban en la enramada, pero él seguía sin querer moverse, descansando en el sofá. Y le confesó al escribano que la situación le molestaba, porque es motivo de chisme en un pueblo pequeño que los novios no se quieran retirar de una casa decente a la hora de la luna en punto.
Cinco días después, el escribano, que ya conocía la debilidad de Elisa por los muebles, le comentó así, con la confianza que ella le inspiraba por hacer tan fácil cualquier conversación, que le vendería el tapiz del tigre colgado de la pared. Necesitaba una nueva máquina de escribir. La tecla “a” estaba ya carcomida, y le salía un ojo pequeñito como un punto en el papel.
El animal miraba con no sé qué de indefensión en los ojos al hombre de la escopeta.
Pero sólo Elisa caía en la cuenta del peligro que la bestia corría, y de su eterna necesidad de escapar, de correr, de ser parte de la misma velocidad, para perderse en el follaje espinoso, tupido y húmedo de la selva del Amazonas y no volver jamás al tapiz.
Los demás no veían lo que ella.
Antes, cuando venían sus tías de Buenos Aires, echaban una mirada seca, de paso por la obra, tocaban la seda del paño, respondiendo a un gesto automático, y mientras una desliaba ruidosamente un caramelo de menta o de café, y la otra hacía pequeños ejercicios de respiración, porque decía estar cansada del largo y penoso viaje, pedían con voz postiza y exagerada a su padre, que las llevaran al patio para tomar un tantito de sombra y desplegarse en las reposeras.
A veces pensaba que aquella habitación llena de objetos de arte sofocaba a las tías y a otras visitas que a menudo aparecían pues su padre poseía una selecta colección de té. Y cada pieza artística tenía su ánimo. Sobre todo el tigre.
La mujer acabó trasladando casi todas las obras a su pieza. Y el escribano fue trayendo muebles apropiados para una oficina a la sala y a su gabinete.
Y Elisa, caída la noche, mientras oía la radio, se ponía a hacer cualquier cosa. Esa cualquier cosa comenzaba, a veces, con el intento de recordar dónde había dejado la aspadera, y como no le venía el recuerdo, buscaba entonces, para conformarse, dos gemelos de su saco marino, que sí sabía en qué sitio se encontraban.
Y él en lo suyo, y ella en sus cosas, sentían, a ratos, que se debían una pavada de conversación, y la charla venía por el viejo camino que casi siempre viene pues se ponían a hablar dale que dale de los demás, y hablando de los demás, le vino a Elisa, una tarde, el recuerdo de la viuda de Fleitas, doña Ángela, que se había quedado sola con su alma, pues la señorita Aurora Paredes, quien había comprado la casa con la viuda adentro, había muerto.
La primera en descubrir el cadáver no fue doña Ángela, como se podría esperar. El perro de la casa, un labrador de pelaje negro, se había largado a aullar. Y algunos vecinos, despertándose en plena medianoche, se pusieron a arrojar piedras y cascotes hacia cualquier parte pues no sólo el perro de doña Ángela se soltaba en ladridos sino también los animales de la vecindad que se estaban acabando de enterar de la tragedia y cumplían en avisar.
Doña Ángela tuvo que levantarse, sin entender todavía qué hacía estando de pie. Alguien golpeaba fuertemente las manos en su portón. Era la señorita María Concepción, una mujer viejecita, de ojos achinados y de manos llenas de pecas. Le dijo que pasara. Y una vez que entró en la casa, la mujer se dejó llevar por el labrador. Allí estaba Aurora Paredes, con su camisón blanco de seda inglesa y su maquillaje de geisha sin sacarse, muerta sobre el piso.
Pero Elisa cambió de tema. Y le hizo una broma. Y otra broma más pues la primera no fue entendida del todo. Esas cosas suelen pasar, ¿no es cierto?
A la mañana siguiente, el escribano vio a la mujer ir y venir, haciendo no sé qué cosa. Elisa se puso a cantar mientras pasaba un trapo húmedo por sus muebles. A veces, cuando la veía así, con casi todo el mobiliario de la sala llevado a su habitación, como si la casa hubiera tomado partido por ella, le entraba el extraño pensamiento de que ellos eran un matrimonio en crisis.

Ah... ella y aquellos pájaros de plata dentro de una pajarera enorme, y el espejo redondo y corredizo, y la estatua de Adonis en perfecto estado de conservación, y el tapiz con la figura del hermoso e imponente tigre, y aquella reproducción de “Los girasoles”, de Van Gogh, y esas abstracciones artísticas que pasadas por el análisis y la explicación de un experto sólo para él, seguirían siendo un absurdo para su comprensión.
Simulando cansancio pasó a lo de Elisa.
Tomaron mate.
De vez en cuando la miraba.
Y ella, dándose cuenta de que la miraba, le preguntaba nerviosa, si el mate estaba en su punto, y él le contestaba que sí, y Elisa, de pronto, con los ojos arrasados por las lágrimas, le contó que la noche anterior, un hombre mató a su mujer, y luego se suicidó. El matrimonio había comprado hace tres años una casa con una anciana adentro.
Ah..., suspiró ella.
Se quedaron en silencio.
Y ese silencio de hormiga se iba desdoblando, alargando, desenrrollando, corriendo como agua, como vino de tinaja tumbada, pues ambos se morían por hablar. Por decir lo mismo. Lo que les iba comiendo el cerebro. Lo que les calentaba la lengua.
Pero luego se dieron cuenta, que a través de ese mismo silencio tan callado, iban nombrando, repitiendo, como con golpes de tambor que llaman a guerra, la palabra muerte.
Pasó un largo rato y Elisa habló, y era que se quedaba encantada con sus propias palabras cuando le decía a Pablo que se iría muy lejos porque no quería ser la causante de su desgracia.
Un ave surcaba el cielo. ¿O era un murciélago?
El escribano se quedó mirándola.
Estaba bella con esa expresión de pena.
Atardecía y la luz se iba filtrando por última vez, a través de la claraboya, en la habitación donde estaban los muebles y los objetos artísticos.
Una luciérnaga, que parecía una bella aparición, hizo un giro en el aire y luego se dirigió hacia ella, y él quiso salvarla de aquel cocuyo hermoso, resplandeciente, con un movimiento de la mano derecha. Rozó sus largos cabellos trigueños y Elisa cerró los párpados.
Si no fuera por eso, y por la noche que ya se avecinaba y empezaba a respirar a través del frescor del jazminero; pero sobre todo, si no fuera porque algunas gotas de lluvia estaban empezando a caer, Pablo Álvarez no se hubiera atrevido a tomar ese rostro triste entre las manos y a besar esa boca.
Estuvieron así...
Y se quedaron callados.
No fuera que la palabra tomara una forma, un sonido, un color, un alargamiento incapaz de estar a tono con la noche.
Elisa notó, de pronto, a la luz de la lámpara central, que aquella vieja mosca que había quedado atrapada hace tiempo en la casa gris del cuadro, salía repentinamente de su encierro siguiendo el vuelo de un moscardón. Ah... la libertad de los insectos.
Algo que no acababa de entender del todo le decía que aquella era una buena señal, un mensaje de la providencia para Pablo y para ella.

viernes, 16 de abril de 2010

MADAME BOVARY (Cuento de Delfina Acosta)

Pintura de Margary Fernández


Después de tomar el mate, se reclinó sobre el respaldo aterciopelado del sofá, y continuó enfrascado en la lectura de Madame Bovary.
Se metió (no quería hacerlo, no debía, pero ya era tarde) en la aparición repentina de la mujer en el almacén del boticario del pueblo. Y era como si él también se hubiera metido, anhelante, deseoso del veneno, empujado por la desesperación de la vida que sale zumbante del carril.
A medida que el libro lo arrastraba, lo contaminaba, le venía una sensación de ser llevado por un tren a un destino tan injusto como inevitable.
Podía ver desde la ventanilla los tramos finales, aquellas últimas casas cuyas chimeneas despedían un humo negruzco, las golondrinas del crepúsculo buscando las ramas de los cipreses y de los robles, un hombre (con una lámpara en la mano) observando a la máquina viajera desde el umbral de una puerta.
Sintió náuseas.
Se levantó, tambaleante, con una terrible presión en la cabeza, y descargó un vómito en el patio.
La señora que hacía la limpieza de la casa y preparaba la comida además de dar alguna conversación sobre el clima cuando los bichos de luz rondaban el alumbrado público, le habló: “¿Se siente bien, señor?”.
Y él le dijo que no. Y le pidió un té de manzanilla.
Y el té vino rápido y excesivo. Y también el “Cuídese, señor. Si viera la cara de enfermo que tiene”.
“Esta es la segunda vez”, pensó Julio Castel.
Un ave nocturna chistó.
Se acostó, y con la cabeza colocada sobre la almohada que olía a lavanda, a frescura, y el ánimo ya recobrado, se dijo, se mintió, que mañana seguiría leyendo “Madame Bovary”.
El amanecer le llegó de golpe.
El libro, que estaba con las páginas abiertas sobre el piso, le pareció un insecto, una araña, algún ciempiés desembascarado. Llamó a Juliana, que ya tenía preparado otro té de manzanilla y un vaso de agua, por si las moscas, y le pidió que se lo llevara lejos y lo enterrara.
Ninguna objeción.
Ningún comentario.
El patrón era normal, pero tenía la cabeza al revés.
Nunca más finales tristes. Nunca más ella, con los ojos caminados por la sombra de la muerte, perdiéndose en la distancia, y él observando, sin poder hacer nada, desaparecer el carruaje con el objeto de su pasión adentro. O él (otro él, otro personaje), enfermo de celos, decidido a disparar su revolver contra ella, quien intentaba, con el rostro pálido, explicarle que el hombre solamente había venido a su cuarto, interesado en su catálogo de mariposas (o algo así, o mejor, una excusa más creíble), pensó Julio Castel.
Siguió leyendo libros. Cinco, seis. A Juliana siempre le había parecido rara la gente que leía.
Cortaba la lectura en donde se le antojaba. Y luego se iba a silbar y mirar a los canarios en su jaula; así le venía la sensación de que daba un poco de claridad y libertad a las aves.
Margarita Pineda, su vecina, le pasó por sobre la muralla un libro, una tarde.
“Te gustará. Lástima el final. Yo no sé qué es eso de que la gente venga a morir al terminar la lectura. Manga de amargados, los escritores. ¿Verdad, Julio?”, dijo.
Al día siguiente, después de volver de la oficina, corrió las cortinas, y se sentó en el lugar de siempre, para leer la novela prestada.
Las palabras, las frases, las sugerencias, el ambiente mal iluminado del bar donde un joven pecoso (era el personaje central) estaba terminando de beber su cerveza, las risas que llegaban desde las mesas donde los hombres intercambiaban bromas, aún los números de las páginas, apuraban la decisión del joven que se largó del bar, salió a la noche, y, silbando alegremente, se dirigió a la boletería.
La vio y quedó deslumbrado. Ella, delgada, hermosa, con su traje celeste, giraba cual trompo sobre la pista de hielo. Y al girar era como si fuera una flor rara que se abría lentamente.
Julio Castel suspiró convencido y cerró definitivamente el libro.
Algunos días después, Juliana observó embobada, mientras hacía la limpieza de la nueva galería de juguetes de su patrón, aquella bailarina (su tutú era celeste) de una cajita musical. Le daba cuerdas y bailaba, girando sobre sus pies. No. No era tanto la música... Era un no sé qué casi humano, quizás triste en su expresión. Su diminuta expresión de pequeña bailarina.

POEMAS

Pintura de Paul Gauguin


ANTES DEL OLVIDO

Acaso es tarde.
No importa ya
que con favor del diablo
coloque mis jazmines en la acera,
mi zapato de tiera
en la ventana,
y me quede
en cuclillas,
aguardando,
que alguen golpee de una vez mi puerta.
No importa ya
que con las gotas
de un día que en la fiesta fue lluvioso,
yo moje mis cabellos y mejillas,
y me quede sentada,
parpadeando,
sobre el sillón de mimbre, en la penumbra.
Acaso es tarde.
Acaso el tiempo
me llegó de golpe
por andarme de madre,
por andarme de hija,
y este fuego nocturno
que sube por mis huesos,
este aullido feroz
que levanta mi sangre,
ya no son señales
para llamar a nadie.


EL BESO

Voy a contarte un cuento que otras saben.
Las menos como tú jamás supieron.
Era un juego de a dos pues se enfrentaban
un rey hermoso y una reina a besos.

Y érase que ella alegre se moría
como última tecla en cada beso.
Y él riendo tomaba con su boca
un poco de su lengua y de su aliento.

Pasó el verano bajo el puente chino,
sopló el otoño y garuó el invierno,
volvió la primavera y se marchó
detrás de un par de niños aquel juego.

Y érase esa mujer que aún lo amaba,
y moría de pena, pero en serio.
Y érase la tristeza en el ciprés
la hora en que llovía en ese reino.