lunes, 26 de enero de 2009

Cuentos Guía del cementerio y Mi primo y yo

Óleo sobre lienzo, de Gustav Klimt

GUIA DEL CEMENTERIO

Íbamos mis amigos y yo al cementerio, a menudo, durante la siesta.
En casa ya sabían que si estaba ausente, lo más seguro era que andaba de curiosidad por el camposanto, y se quedaban lo más tranquilos.
Si pudiéramos profanar las tumbas, lo haríamos, pues se hallaba a gusto en nuestra naturaleza el hábito del saqueo.
El enojo de los gatos monteses, en vista de que crecimos apaleados, nos guardaba de la doctrina católica que se enseñaba cada domingo a los niños en la parroquia de la iglesia Virgen del Rosario. Éramos pues, diablos.
Pero los panteones, con sus gruesas claraboyas de forma esférica, estaban a salvo de nuestros propósitos. Las puertas eran no sólo de metal pesado; estaban además cubiertas por rejados de hierro y cortinaje.
En el interior, los cajones oficiaban de tálamos, donde dormían los muertos, a los que deseábamos ver.
¿Quiénes eran ellos? ¿A qué cosas y costumbres se dedicaban cuando la salud los hacía conversar y reír animadamente? ¿Estaban, acaso, en paz?
- No han sido gentes muy amadas por sus parientes - comentaba yo.
- ¿Por qué dices eso ?- me preguntaba Felicita; siempre mostraba curiosidad, si no debilidad por mis preguntas, pues sospechaba que había en ellas mentiras que deseaba sacudir a la luz del sol.
- Pues está claro. ¿No te das cuenta? ¿No lo ves? - contestaba.
Entonces les recordaba a mis amigos que cuando había sepelios, los parientes se desmayaban, se arrancaban mechones de cabellos, amenazaban con dispararse un tiro a la sien, bajaban a la fosa, a la cavidad recién abierta mientras juraban contra Dios.
En cuántas lápidas preciosas en un tiempo y luego convertidas en nidos de comadrejas, de serpientes y de saurios, los enlutados parientes habían hecho grabar inscripciones que inspiraban lágrimas de fuego: “¡Madre: No te olvidaremos nunca!” o “¡Amado esposo: Vivirás por siempre en el corazón de tu desconsolada esposa!”
Les hacía pasear a mis amigos frente a esa literatura dramática escrita con letra gótica; yo era la guía de los sepulcros que hacía justicia a los olvidados.
“Pues bien. ¿Qué tenemos junto a estas tumbas sino costillas de gatos muertos, floreros vacíos y abandono...?”, reflexionaba.
No hablaba en balde, por cierto. Junto a la estatua (construida con piedra caliza) de una mujer abandonada como un sauce al llanto, subía rápidamente la hiedra, cual segunda cabellera de la obra artística.
Una caravana de hormigas entraba por un pequeño orificio de un tronco podrido y venía a salir por la parte trasera de un panteón, donde crecían en abundancia los musgos blancos y lo hongos.
¡Qué espectáculo grosero!
La rama de una higuera golpeaba, cuando el viento empezaba a soplar, la fotografía enmarcada ampulosamente en bronce, de una dama muy joven y bella.
- ¿Qué le hace ya a esta difunta su fotografía en la pared del panteón, y el marco precioso, y el lujo y la suntuosidad de su morada, si nadie la visita siquiera en el día de todos los muertos? - seguía razonando.
- Y eso, ¿cómo lo sabes? - decía Felicita.
- Pues basta con observar el estado de la construcción. Este sitio, a sola vista muestra que hace años nadie pone un pie aquí. Las paredes dejan ver los ladrillos y la argamasa. Cuando mueres te quedas solo. Tus parientes se divierten de lo más lindo sin ti. Ya no les molestas con tu respiración asmática. Ya no les sobresaltas a la noche con la noticia de que la mierda viene en camino. Y si te descuidas no te recuerdan. Pero si se acuerdan de ti es para coincidir en que lo mejor que te pudo pasar es que hayas reventado - decía yo, satisfecha, y escupiendo, pues ésa era mi manera de poner un final eficaz a mi oratoria.
Mis amigos me miraban felices. Aquella maldad que ellos tenían en algún lugar del pensamiento y que no sabían expresarla, salía muy bien pintada de mi boca.
Por lo demás, el escenario del cementerio se prestaba para conversaciones a propósito de olvidos y de un mundo infame.
Luego, cansada de mis maldades, me quedaba callada. Era el tiempo de ellos. Y mientras les oía decir lo suyo, observaba cómo, lánguidamente, la siesta recorría los pasillos del cementerio. Y cómo los cuervos giraban alrededor de una mamona convertida en carroña, en la colina. Y cómo el viento movía el ramaje de los árboles del camposanto trayendo un ruido de alma que corre y se despeña...

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MI PRIMO Y YO

Tenía la edad del limonero de la casa (siete años), y me relamía los dedos con pensamientos que acababan descomponiéndome, pues me quedaba con los ojos muy abiertos, hasta altas horas de la noche, sin oír siquiera el violín del grillo que vagaba por la habitación. O el chistido del búho. Entonces, mi abuela me acercaba un vaso de leche, diciéndome: “Ya otra vez estás en trance. Mañanita terminarás loca. Estás de cabra. Tal cual. De cabra. No se debe pensar en eso a tu edad”.
Me hallaba enamorada.
Mi corazón era un árbol dentro de una casona, un árbol cuyas ramas crecían rompiendo tejas y aleros para terminar por crucificar sus nervios en el pararrayos. Sus frutas eran el mismo incendio pues las cortinas desaparecían, bajo el fuego, hasta que sólo quedaba una ventana desde la que observaba, melancólica, un horizonte, una línea crepuscular de pájaros negros en huida.
Me gustaba hablar conmigo misma en un lenguaje que era la mismísima niebla. O el nubarrón del que salían las tijeretas bulliciosas.
Pensaba en mi primo como se piensa en la llovizna, en las hojas llevadas por los pasos apresurados de la gente, en el viento de la lluvia arrastrando una carta desconocida, en la oscuridad de la habitación presa de su clausura donde parpadeaba la luz fosfórica de una repentina presencia.
Ya no recuerdo casi las facciones de M. A. Sé que era inteligente. Sabía trigonometría, botánica, física y hasta masonería; era el mejor alumno del colegio, solía entrar en crisis nerviosas y me adoraba.
Jugábamos a los indios. Venía a liberarme de la indiada, que era rebelde (los primos, entonces, amenazaban con dejarme devorar por las hormigas rojas que iban y venían en un tránsito alocado por el jacarandá).
Abrazarme fuertemente, llamarme reina cautiva, volverme a atar con la piola, formaban parte del entretenimiento.
El juego tenía un guión de muerte, traición y despedidas.
Éramos niños, la sangre nos quemaba las venas; amaba sus ojos negros animados por la chispa genuina de la genialidad. Solía fijarse en los limones de mi pecho, pero no se atrevía a morderme, a bajar su cara sobre mi cara. No era que no queríamos besarnos por miedo a que nos viera la abuela. Sentíamos el temor real a nuestra carne, pues nos atreveríamos a todo, después, si empezábamos por las bocas.
Nos alegraba tomarnos de las manos. Y abrazarnos hasta que la inocencia estallara. Mi primo desarreglaba mis cabellos; sentía bronca contra mi pelo lacio. Se suponía que debía enojarme, por lo menos falsamente. Pero me quedaba fea, quieta ante sus ojos, con los cabellos desarreglados y el corazón pisando el vestido y la enagua de mi entendimiento.
Como en las películas del lejano oeste, yo era una india sublevada y herida por el amor de un hombre blanco, que en breve tiempo retornaría a la civilización.
A la noche, tumbada sobre el lecho, pensaba una, dos, siete veces, en él. Diera cuanto diera porque me besara.
Imaginaba que iba a la colina, y que lo llamaba, al caer la tarde, y que él aparecía saliendo de mí misma, de mis alucinaciones, plantándose ante mi figura.
Haríamos el amor bajo la luna escarlata, enorme y cruzada por una gritona ave nocturna, sobre el pasto apenas mojado. No iríamos en sangre.
Pienso en mi amor infantil y el alma se me llena de hojas amarillas y quebradizas. Entonces era pequeña y me juraba a mí misma que me casaría con M. A.
Me miro en el espejo: muchos espíritus tristes y alientos que exhalan el frío de los huesos sepultados se arriman a la luna del ropero. Hay un llanto, un murmullo de muertos en la habitación. Y un olor a jazmines viejos y pasados por agua servida.
Afuera, un perro ladra a otro.
El macho corteja a la hembra. Las moscas vuelan en torno al cadáver de un gorrión sobre la vereda mugrienta. Un niño observa la escena y arroja una piedra contra las bestias.
El espejo me devuelve la imagen de una mujer que todavía sueña que es niña, y que aguarda la llegada, de un momento a otro, de su primo.
Podría jurar que el amor de la infancia es el más fuerte de todos los amores.

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EL EQUILIBRISTA

Óleo sobre lienzo, de Toulouse-Lautrec

EL EQUILIBRISTA

No se habían casado. Concepción tenía setenta años y Magdalena setenta y cuatro.
Lo que se dice noviazgo, jamás conocieron, pues cuando fueron mozas eran de tener vergüenza. De modo que Concepción, quien a los quince tenía la misma longitud de su cama y lucía una dentadura perfecta, no se dejó besar por hombre alguno. Su madre le había asegurado que después del beso llegaba el apocalipsis, el fin de los cuerpos celestes en la bóveda azulada. Esas cosas se estilan contar a las niñas.
A Magdalena un hombre le respiró en la cara. Cayó confusa sobre la sombra masculina ante el olor del aguardiente, de la destilación espiritosa del vino. El marinero le decía profecías. Magda, al escucharlo, sabía que le estaba mintiendo, pero se dejaba mentir, pues nunca nadie había faltado a la verdad, bajo juramento en nombre de Dios, por ella. Le habló de sus días en el mar, de sus noches eternas, oscuras, sumergidas en salmuera, y le recordó su soledad abrumadora, tumbado siempre sobre el espinazo, sobre la cubierta del barco, sin ver a una estrella caer.
Le juró que ella era como una estrella cayendo del cielo, pues lo dejaba así, en estado de suspenso. Y agradecido al cielo de su suerte.
Después de aquel breve romance pasaron muchos años solitarios.
Ahora ambas tejían, junto a la ventana. Y viviendo de la vida de los demás.

De vez en cuando pasaba una persona por la calle y era como si alguien se matara y el estampido del tiro de revólver sonara detrás de la misma puerta. Se levantaban, entonces, apresuradamente, y fijaban sus ojos llenos de curiosidad y de atrevimiento en el personaje callejero.
- Pero si es Benito.
- No deberían dejarlo salir todavía.
- Tal vez fue sólo un invento de su tutora que un rayo cayó sobre su cabeza. Anastasia quiere tener encerrado al joven durante toda la vida.
- Si el pueblo llegara a saber alguna vez cuánta gente encerrada hay en su casa se indignaría grandemente.
- Nosotras mismas vivimos en una prisión. Cuarenta años tras los barrotes de la ventana, viendo al pueblo pasar.
- A paso de gente vieja.
- De gente vieja y enferma.
Mientras hablaban, un gato angora, instalado dentro de una cesta de varillas de sauce, jugaba con un carretel. Como al descuido, dejaba caer sobre ambas mujeres sus ojos relampagueantes. Dumas se llamaba y era muy mimado por Concepción, quien lo tenía por inteligente; en una ocasión se había tumbado sobre la alfombra de lana haciéndose el muerto durante tres días y tres noches. Repitió el acto en cuatro oportunidades más. Encogía las patas y adoptaba la parálisis patética de una cucaracha muerta para despertar desconsuelo; las hermanas le hacían el juego diciendo: “¡Pobre Dumas. Tan bueno que era; pobrecito; ya no vive más!”

Concepción solía comentar que aunque el minino jugaba con las pelotas de espartos y cordones, no hacía otra cosa sino prestar atención a su conversación, guardando las historias de la gente en la picazón de su conciencia.
El viento soplaba con fuerza en la calle.
Se creería que un hombre silbaba al pasar.
Pero nadie pasaba.
Y si alguien pasaba, se cubría acaso con su propia sombra, para guarecerse de ese Sol abrasador que obligaba a la gente a quedarse metida en su casa.
Ni un alma.
Solamente la vacilación de las sombras en los caminos de arena y los estorninos que a la primera cuenta del aullido de los árboles gibosos se largaban a volar en dirección al alambrado eléctrico.
Magdalena pronunció el nombre de la señora Amparo.
Era ella una mujer triste, que no hubiera querido engañar a su esposo, aunque él le llevaba veinte años y a menudo se hallaba entrando y saliendo de las posibilidades de coser un sastre a la medida del cliente, lo que le costaba cálculo y desesperación.
- Pobre, Amparo, pobrecita; murió tan mal - suspiró Concepción.
- ¿Qué locura es esa de decir que ha muerto? Vive. Es una mujer descocada. Se cuenta que está enamorada de un poeta. Y claro, el poeta le escribe cosas raras haciéndole sentirse hermosa. Quien confía en la palabra de un poetastro termina creyendo que es bella, así, tal cual dicen los versos del soneto con estrambote, o sea, blanca con los ojos renegridos como la noche gitana y las mejillas rozadas por los pétalos del cuarango. Tengo miedo de los poetas. Meten la bruma en la sala, en la cocina, en el patio, en el comedor, en todas las habitaciones de la casa. Son gente enferma y diestra en disimular su tos. Comen como pájaros hambrientos. No hay que invitarlos a cenar jamás.
Yo sólo cumplo con escribir.
Concepción insistió diciendo que Amparo había muerto hace tiempo. Incluso recordó la fecha de su deceso. Esa insistencia provocó la ira de Magdalena quien dejó la bufanda de lana que estaba tejiendo sobre el sillón y se acercó violentamente a la ventana.
El viento soplaba con más fuerza en la calle.
- Pues mírala. Está allá, frente a su casa.
- Si tú lo dices. Ya sabes que tengo los ojos muertos y la memoria sin color.
- Parece lista para ir a alguna parte. Se ha puesto un traje enterizo escotado, de apariencia azul. Su sombrero está por volar lejos; una tormenta de arena ha caído sobre ella.
Amparo era de salir - siempre - bien vestida y con un abanico de sándalo. Casa adentro solía ponerse esas batas grises que usan las mujeres con catarro y fiebre. Pero apenas ponía un pie en la vereda, sorprendía a los vecinos, pues la luz envolvente del sol estallaba en su blanca espalda descubierta y el viento levantaba su pollera.

El sastre vivía rodeado de perros; eso la fastidiaba.
Se sentía enojada con aquellos animales flacos, sarnosos, con el alma afuera, que iban corriendo tras los ladridos de los demás y sabían el mandamiento: “¡Te digo que te calles !”, aunque hacían como si no lo escucharan, pues cuanto más se los mandaba a callar más se echaban a ladrar.
Su marido hablaba con las bestias; movían las colas cual si fueran campanillas de Epifanía.
Moisés, el ovejero de los ojos atravesados por las nubes, se solía tumbar sobre el piso quedándose quieto como si estuviera muerto durante un día; había aprendido a pasar la pata bajo el entrenamiento de su amo; luego, lo de hacerse el difunto, corrió por su cuenta.
Blás mimaba por demás a los canes. A ella le daba los huesos pelados, es decir, una conversación flaca, pálida, ojerosa, aunque atenta y considerada en algunos que otros párrafos. Por ejemplo: “¿Te has dado cuenta, querida, que el clarinetista se ha calmado, pues ya deja dormir a la vecindad por las noches?”.
Amparo buscó el amor en un equilibrista. Vale decir que desde el vamos, se jugó por un romance rajado por el peligro.
Vestida con un conjunto verde de corte clásico, había ido durante varias noches al circo para reír de los payasos que jugaban a resbalarse en la niebla del talco, del silicato de magnesia.
Los artistas caían y se volvían a levantar para ese público triste, para aquellas mujeres de miradas que se prendían y se apagaban con debilidad, como un quinqué viejo, para aquel pueblo que aguardaba año tras año, con un boleto en la mano, el inicio de la función, como se espera un tren que ha de dar la vuelta entera al mundo regresando al punto de partida en sesenta minutos.
Amparo se divertía observando a los enanos disfrazados de gnomos. Pero luego, al ver al equilibrista arriba, tan arriba, caminando sobre una cuerda, sin red alguna debajo, empezó a amarlo.
Rogaba al cielo que no fuera a estrellarse contra la pista. Sus compañeros lo llevarían rápidamente a un sitio sin luz para evitar un espectáculo inesperado al público que pagaba por una noche de entretenimiento, de magia y de alegría.
Quién sabe... Tal vez devolverían las entradas.

Comiéndose las uñas, clavaba sus ojos en aquel hombre que se burlaba de la muerte en las alturas mientras abajo los tambores sonaban a tragedia, a susto, a impresión repentina, a ruidos de cascos de caballos de la milicia sobre un empedrado mojado por la noche lluviosa.

Se enteró de que al equilibrista no le importaba caer al suelo. Su existencia, en realidad, no era otra cosa sino una ficción, un número más del espectáculo circense, una atracción que llevaba seis puntos de ventaja al espectáculo del liliputiense quien sacaba del bolsillo de su saco un centenar de salamandras.

Había perdido el gusto por la vida (se comentaba) desde que la gitana que echaba las cartas de amor le confesó, como a un cliente más, durante una tarde de luceros parejos, que huiría con José Velázquez, el brinquiño que se transformaba en águila cada noche.
Amparo se enamoró. Él no podía saberlo. Su amor era un amor de circo.
Iba día tras día a verlo.
En una ocasión, cuando las palomas echaron a volar ruidosamente entre el público, se acercó temblando desde la cabeza hasta los pies a él. No hizo más que clavar su mirada en Armando; aquello ya era demasiado, desde luego, pues sus ojos se llenaron de lágrimas. Él tenía la mirada apagada y las cejas pintadas con carbón. Ella era la copia de una mujer aparecida detrás de una ventana recientemente mojada por el aguacero.
Le dijo que lo amaba.
Le pidió que no se fuera a resbalar.
- Yo no moriré en la pista, sino en una habitación con olor a cataplasmas y a mixturas emolientes. Agonizaré en un lecho, de una enfermedad que comienza por roer la columna vertebral de los seres humanos - le confesó.
- Pero es que usted se arriesga tanto. Si usara una red...
- ¿Quién le mandó a amarme?
- El hecho de que no toleraría verlo morir.
La noche del domingo fue triste para el pueblo pues se asistía a la función final de aquellos seres circenses, tal vez gitanos melancólicos, que sacaban del temor a los silbidos de disgusto, del descontento de un sector, de la reprobación de una gradería del público, la excelencia artística, la puntuación perfecta.
Había gran cantidad de niños perdidos. Los había de ojos azules y cabellera rubiácea, que no recordaban sus nombres. Lloraban.
Pero los niños perdidos siempre lloran en el circo.
Un grande aplauso final coronó la actuación de los payasos, de la mujer traga-llamas, del hombre encantador de pitones y demonios, del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del domador de tigres de listas azules y violáceas en el lomo.
Al día siguiente amaneció nublado; la carpa ya no estaba en el parque. Y el pueblo se hallaba desolado como un solo hombre en la plaza desierta.
Amparo debía esperar un año para volver a encontrarse con aquel equilibrista que guardó su corazón, convertido en naipe, en su bolsillo.
Empezó a vagar por las calles. Se hizo parte de un viento, de una tormenta de arena, y luego, de un deslumbramiento.
Sentado debajo de un árbol de laurel lo vio.
Sobre sus cabellos caían pizcas de luz solar.
Corrió a su encuentro.
- ¿Qué hace usted aquí? - dijo con una fina tira de voz.
- Pensé que te debía al menos una despedida - le tuteó Armando.
- No te vayas. Digamos que si vas a irte me llevas.
- Será difícil. Tendrás que acostumbrarte a hacer un número quizás injusto para ti.
- Deja el circo, amor mío.
- No me imagino haciendo otra cosa que no sea caminar sobre una cuerda delgada. Y tú no podrías superar el número de Ágata; ella es capaz de doblarse en varias partes hasta convertirse en una hoja sensitiva; entonces, zas, atrapa a los insectos.
- ¡Eso no puede hacer nadie!
- Así pensábamos todos en el circo cuando se presentó durante una tarde de junio ante el patrón, con un frasco de vidrio donde se mezclaban cocuyos, grillos, sanjuaneros, langostas y libélulas. Dijo lo que sabía hacer; nos miramos con el descreimiento y la desconfianza propios de quienes son engañados en sus mismas narices. Cierto es que estamos acostumbrados a presenciar desde pequeños números fantásticos; total cada uno de nosotros es un genio que la humanidad desprecia; sólo tenemos cabida en los espectáculos. Pero aquello de convertirse en una hoja y atrapar insectos...
Ágata terminó de fumar un cigarrillo de menta y luego hizo su rutina frente al patrón. Era para no creer.
Y cuando hacía sus funciones, después del acto de la mujer crisálida, no creíamos en sus movimientos, en su arte divino, en su mágico poder, y el público tampoco creía hasta que todos nos fuimos acostumbrando simplemente a no creer.

Nadie estaba en la calle.
El mismo pueblo parecía un baldío.

Las lagartijas se deslizaban por las paredes de las casonas donde prendían malezas de espinas blancuzcas y frutas venenosas.

Las hermanas tejían laboriosamente.
Magdalena tenía los ojos clavados afuera.

Concepción se llenaba la boca hablando mal de Amparo. No le agradaba su manera de caminar. Decía que daba la impresión de que venía pisando mal los peldaños de una escalera, que parecía estar a punto de caer en los brazos de un caballero con quien se toparía a la vuelta de la esquina.
Amparo odiaba a los perros de su esposo. Los miraba con desagrado. Y las bestias hacían lo mismo.
- Creo que Amparo es una mujer un tanto melancólica. Y la melancolía es..., ya sabes, algo propio de las mujeres que siempre inventan dolores de cabeza - sentenció Concepción.
Yo sólo cumplo con escribir. No me puedo hacer cargo de la vida o la muerte de nadie.
La calle del pueblo estaba como siempre, lampiña.
Las hermanas tenían los rostros que se colocan las personas recién enteradas del fallecimiento de alguien conocido, quizás un vecino. Y, ciertamente, acababan de enterarse de la noticia. En sus rostros aparecía y desaparecía una expresión amarilla de sorpresa y de alegría a la vez. Los rumores de una muerte extraña hacen que la rutina se rompa en dos mitades perfectas y se busque saber cómo, cuándo y de qué manera sucedió el hecho. Por supuesto, no habiendo respuesta para el cómo, cuándo y de qué manera, la sospecha empieza a calcular por su cuenta. Y a caminar como un arácnido que tapiza con seda su vivienda.
- Pudo haber sido que buscaba morir ya, harto de la existencia, del techo, de las paredes, del olor nauseabundo del boj.
- No tenía problemas económicos.
- Amparo tal vez le dijo que deseaba dejar la casa.
- Los hombres se ponen felices cuando sus mujeres se mandan a mudar.
Se supo en el pueblo que dos individuos encapuchados entraron en la casa del sastre. Eran esa clase de sujetos acostumbrados a meterse con oficio en el domicilio ajeno y cometer el crimen atroz y horrendo de la media noche.
Los perros no fueron a ladrar pues ya habían hecho camaradería con los asesinos. Esas cosas ocurren. Un día, y otro día, y también otro día, le silbas a la bestia. Le das un hueso. O le acaricias la cabeza y el lomo. El animal se complace grandemente, te toma confianza, cree que eres su nuevo dios y mueve, alegre, la cola al verte.
La viuda, es decir, Amparo, lloró cuanto debía llorar ante la muerte de aquel hombre que no sabía, que nunca supo que su corazón se había convertido en un nubarrón lleno de lluvia y de aire impregnado de ozono, después de la mudanza del circo.
Llorar la sanó un poco, como el llanto sana a las niñas.
Se quedó en la casa, sola, con los perros.

Hizo lo que su marido solía hacer cuando estaba vivo y el mundo le quedaba poco para su sabiduría de hombre viejo y cansado: conversar con los animales. “Polo, si te portas bien, te voy a cubrir esta noche con mi cabriolé”. “Laika, no sigas ladrando a los gatos, total ellos están encima del tejado”. Ninguna filosofía; simple conversación.
Los animales tomaron por su cuenta aquella tristeza de la mujer, empezando, desde luego, por el aseo personal; así pues le lamían los pies fríos, largos y azulados, en un rito sacramental.
Se hubieran quedado durante las madrugadas escuchándola hablar, hablar, si no fuera porque debían ir al patio delantero, a entrar en cólera, a ladrar en balde.
La rama del árbol de agrios movida por el soplo del viento se dejó llevar, lentamente, por los astros titilantes.
Cuando la Luna llega a sacar la cabeza de entre el follaje de los árboles, los seres vivientes se convierten en actores de la noche. Es así que los felinos caminando sobre el tejado de zinc resultan ser grandes ratones que van con el ácido muriático en el vientre a morir a veinte metros de la cocina. Y las hojas no son tales sino plumas sanguinolentas de un pájaro dentirrostro atrapado por una comadreja.

Las solteronas conversaban.
Nacidas para el chisme, estampillaban con su lengua babosa los nombres y apellidos de sus prójimos.
Concepción quiso saber si Amparo vestía ropa de quebranto. Magdalena le contestó, mientras limpiaba sus anteojos, que según las vecinas, la viuda guardaba luto cerrado.
- Pues a mí no me consta - replicó Concepción.
- Mira que eres tonta. Ella sale de noche, como toda la gente del pueblo. ¿Acaso puedes pretender, hermana, distinguir una oscuridad dentro de otra oscuridad?
La mujer vivía encerrada. No se fijaba en los espejos para no reparar en su persona. El cabello se le desparramaba, cubriendo sus ojos, a veces.
Tropezaba con los perros.
Se olvidaba de sí misma.
Las flores se volvían en su contra. No importaba que ella les fuera a hablar con dulce voz y que les echara una canturía. Los jacintos perdían la compostura en su presencia, pues su figura era la de una sombra arrastrada y delgada que parecía atraer sobre sí el remate de un rayo mortal.
Y los fogonazos de un tren.
Un día de lluvia mansa se serenaron las aguas de su espíritu.
Se dejó llevar por la música de la radio, siendo ya florecida la tarde.
Pasaban “La flor de la canela”.
Escuchó noticias del circo.
La voz neutra del locutor hablaba del éxito que la compañía circense iba ganando en sus giras por España, Rusia, Francia, Italia. Ella se preguntaba cómo un circo con la carpa llena de remiendos podía despertar la admiración del público europeo.
Pensó en la morbosidad de la gente.
Ir y ver a un hombre, haciendo equilibrios sobre una cuerda, mientras abajo le aguardaba el vacío; o sea, observar a un artista ganándose la vida al filo de la muerte, bien valía un boleto de quinientos.

Amparo imaginaba los rostros sorprendidos de las gentes, quienes viendo que el equilibrista se salvaba de caer, parecía que ellos también se libraban de morir.
Así funcionaban la vida y la muerte en el circo “La Luciérnaga”.

Frotándose la nariz, Concepción comentó a Magdalena que Joaquín y Luz, quienes llevaban tres años de noviazgo, se habían despedido con un beso final debajo del árbol con forma de bóveda. Magda hizo un gesto de aburrimiento; sabía que muy pronto iban a estar juntos, con el humor alegre y avivado que los llevaría a contar y aprender chistes verdes el uno del otro.
Los casos de arreglos y desarreglos de los novios tenían - siempre - un final tan previsible en el pueblo: Él salía a bailar con otra mujer el merengue y el pericón ante la vista de todos, en la glorieta, o en la playa, junto al río, y ella actuaba bajo los efectos del despecho: arrojaba migas de pan desde el puente a los peces, con la cabeza inclinada sobre el pecho de un caballero.
Total: ambos sufrían por dentro; sus corazones se volvían negros como papeles devorados por el fuego y les salían de los ojos largas llamas de celo volcánico. Al rato, cuando ya creía el pueblo que sí, que esta vez la separación era definitiva, los amantes volvían a tomarse de la mano para caminar, en un tránsito desparejo, por las veredas llenas de musgo y de resolana.
Y después de un tiempo, otra vez la ruptura.
Y luego la reconciliación.
Y el adiós.
Y el volver a estar juntos.
Los pueblerinos sabían de memoria las historias de los romances. Nadie dejaba plantado a nadie por mucho tiempo. Para desencanto de las solteronas, que no encontraban novios ni sosiegos, los noviazgos más borrascosos y anunciadores de tormentas se desataban, finalmente, en una lluvia tranquila.
- Me han contado que Amparo se pone a aullar cada noche - cambió de tema Concepción.
- Venir a entristecer a la vecindad así. Ni que fuera una loba. No hay derecho.
- Es que el amor quema.
La viuda seguía a través de la radio la fama ascendente del equilibrista. Alguna vez iría a caer. Y se haría polvo en el piso. Ni la mujer que comía flores venenosas ni el individuo que se alimentaba de cangrejos cocinados sobre el cagafierro prendido con fuego despertaban el interés de la prensa como aquel sujeto que caminaba sobre la cuerda cada vez más desatento, por cierto, a los pasos perfectos.
El equilibrista fijaba su atención en los rostros atónitos y pálidos de sus compañeros quienes, al asomarse la tardecita e iluminarse el circo con las lámparas a gas, le rogaban que abandonara de una vez por todas aquel número suicida.

El atardecer caía con la lentitud sobre el pueblo.
Ni un alma en la calle. Apenas cuchicheos:
“Sí. Desde luego.”
“No piense que olvidé lo que me dijo.”
“¡Quién lo hubiera creído!”.
Un cerval caminaba sobre el tejado de una pequeña casa pintada con color amarillo.
Alguien parecía caminar. Pero no. Aquello solamente era la sombra de la rama de un árbol agitada por el viento.
- Han dicho en la casa parroquial que el circo llegará el sábado.
- ¿Estás segura?
- Las parroquianas dicen eso.
Amparo se preparó para ir al circo. Ya se sabe que una mujer que va a asistir a una función de cine se pinta el rostro con colores fuertes, casi iluminados y como tomados del cielo estrellado. Definió, pues, una línea azul sobre sus grandes ojos. Y acentuó sus formas con una pollera de cierta transparencia y una blusa de seda verde a la que se le había caído el botón de nácar del escote.
A la noche, el bullicio bajo la carpa era como de mar salido de sí mismo. O sea, de mar que ya no cabía en su sitio.
El maestro de ceremonia presentó al domador de tigres.
Después del primer número, aparecieron las gemelas contorsionistas, quienes se llevaron los aplausos de la multitud.
Yo sólo cumplo con escribir. Quién sabe; a lo mejor me dejo arrastrar por un castellano pagano y sin luces.
Al equilibrista lo tragó la tierra.
El público aguardó impaciente su aparición.
Acaso ése fue su mejor acto: desaparecer.
Un ruido de timbales y de platillos se hizo escuchar cuando un niño pecoso y vestido de etiqueta logró que un perro cruzara tres veces un arco de fuego. Cuántas negociaciones de dulces, de golosinas y de palmadas con las bestias aseguraban el éxito de los diversos actos, aunque a veces algún elefante viejo y desmemoriado se echaba para atrás, negándose a recoger con la trompa a la hermosa, rubiácea y casi transparente odalisca.
Amparo sintió - de repente - la respiración del equilibrista en su rostro.
Su corazón sonaba como el tambor del circo cuando solía acompañar un número de riesgo.
Él acarició sus cabellos y le besó largamente en la boca.
Cesó el redoblar de tambores y el público aplaudió.
Se abrazaron con fuerza.
Es cierto que las promesas de amor que se hacen en medio de la multitud alegre y ruidosa de un circo, se olvidan al acabarse la función, retirarse la gente y apagarse las candilejas.
Con la oscuridad suelen aparecer los duendes, las visiones quiméricas y los fantasmas recordando sus actuaciones más celebradas.
“Iba yo a lanzarme al espacio, cuando apareció el enano Matías, quien hizo una pirueta, una cabriola, arrastrándome consigo por el suelo. Aquel número jamás calculado fue, sin embargo, el más aplaudido. No pude soportar verme liado, mezclado, enredado con la caída de ese enano vestido de globo terráqueo. El público reía. Yo era un artista de prestigio y de presencia, el quinto de la generación Smith - Ulke. Hice el ridículo. Protagonicé lo inadmisible, lo lamentable. Por esa razón me pegué un tiro en la sien, un domingo a la tarde, en una estación ferroviaria de Buenos Aires ”, comentó el fantasma Francisco Umbral desde la bruma de su cigarrillo parpadeante, al fantasma de un caballero vestido de frac.
Mientras las apariciones, los gnomos y los fantasmas hablaban, Amparo y el equilibrista conversaban mirándose a los ojos.
Las hermanas Concepción y Magdalena aseguran que fueron felices.
Tuvieron un hijo. El pequeño hacía las mejores cabriolas y volteretas que jamás se vieron en el pueblo.
Nació para el aire, de hecho.


LA CASA PROHIBIDA

Óleo sobre lienzo, de Paul Cézanne

LA CASA PROHIBIDA

Habréis oído a los adultos recriminar a los niños por andar metiendo las narices donde no deberían.
Cuántos pequeños, con una honda en las manos, solían recorrer las calles del lugar, en busca de jilgueros, tordos, gorriones, ruiseñores, estorninos, cardenales, tarde tras tarde.
Como los chicos rápidamente se daban por satisfechos, con dos o tres disparos certeros, buscaban después alguna empresa más osada en qué mantener prendido el fuego de su ánimo de dragones. Es así que se largaban a merodear alrededor de las mansiones de altas verjas, o de las casonas de fachadas como sombras nocturnas donde hacían nidos los murciélagos.
Esas viejas construcciones eran custodiadas por horribles mastines y alanos impacientes por acabar de una vez con las figuras distraídas.
A veces nos sentíamos prisioneros de las calles vacías y
en tren de huida planeábamos meternos en aquellas enormes casas, nunca ojivales, por supuesto, de relucientes claraboyas y escalinatas de mármol, con salida al viento del caracol del mar. ¡El mar!
¡Cuántas tentaciones!

Y es que imaginábamos curiosidades: ¿Quién saldría, furioso, para ordenarnos que nos largáramos al abrirse la puerta pesada y rechinante? ¿Cómo era la gente que vivía en su interior; cómo eran las mujeres, ya que sólo se las veía, con las mantillas sobre sus rostros, y los escapularios en el pecho, una vez a la semana, mientras iban a misa?
En cierta oportunidad, me sentí tentado a entrar a una casona. Tenía grandes aleros; parecía querer echarse a volar. Una curiosidad: Después de fuertes lluvias y temporales, el techo seguía perdiendo gotas durante mucho tiempo como si estuviera demasiado triste y no se pudiera contentar.
Una mujer encorvada, que había perdido el brazo derecho en un accidente y usaba un capote de color violáceo sobre los hombros, hacía diariamente la limpieza del patio delantero, con el brazo que le quedaba.
Era ella la hora cinco de la tarde en figura.
Le gustaba conversar conmigo.

- ¿A qué vas al colegio? - me dijo un día.
- Pues a aprender - contesté.
- ¿Y qué aprendes?
- Muchas cosas. Sé la tabla del siete. Redacto cartas y esquelas. No me salgo de las líneas. Hago en el papel castillos, árboles, caminos, animales, nubes, arbustos y lagunas. Además dibujo arlequines y la diosa Minerva.
- Todo eso es una enorme tontería. ¿Qué harías si una tormenta lluviosa te sorprendiera en pleno campo? ¿Cómo regresarías a tu casa antes del anochecer? ¿Eh?
Me quedé pensando durante un largo rato. Ponía los ojos de quien medita con comodidad mientras se rasca la comezón de la cabeza. Al cabo de un tiempo me rendí. Le confesé, confundido, que no sabía cómo hacer para retornar a mi casa si una lluvia tormentosa me sorprendía en el campo.
- Ya ves. Así pues te verás en apuros, con los rayos cayendo cada vez más y más cerca de ti, mientras en tu hogar tu desgraciada madre elevará sus plegarias al cielo para que regreses sano y salvo.
- Ay, doña China, tiene usted razón - suspiré.

La dama continuó barriendo la hojarasca. Deseaba seguir conversando con ella. Pero, sobre todo, entrar a su casa.

No solamente yo, sino otros niños de la vecindad hubiéramos dado nuestra libertad por conocer el sitio donde vivía.
Doña Mercedes escribió una tiza y media de palabras en las paredes antes de morir: “Por todas partes se me aparecen los sillones cuyos respaldos se van abajo con la primera intención de mecerse, el ropero de tres lunas con aliento a polvo y cucarachas cuando abro sus puertas, la hucha en la que sólo se meten ya las arañas, los espejos sin memoria de mi rostro así como los cuadros donde una borrosidad, una bruma y una niebla pintadas por el paso del tiempo, cubre - para siempre - lo que fue un colorido paisaje de gran imaginación”.
Meter los pies en su casona y otras más del lugar, se fue convirtiendo en una perturbación y en un desafío.
¿Qué pequeño, después de todo, no se ha sentido tentado de perderse dentro de un sitio prohibido?
Algunos chicos decían que habían visto el rostro de la dueña de la dirección número 22. La de los terranovas ciegos. Ella nunca abrió la puerta delantera de su casa; mucho menos salió a la calle.

“Es una mujer fea como la propia muerte, tiene la nariz atravesada por una verruga y los ojos saltones. Le faltan los dos dientes delanteros. Una mañana se asomó por la ventana y me acusó con el dedo”, solía contar Pedro, un niño malvado, gastado por la suciedad y travieso; acostumbraba, al sentirse ocioso y desganado, disparar su honda contra las gallinas y las guineas.
“Tiene los ojos azules y las manos largas y blancas. Cuando desata su rodete, se le cae la cabellera. No usa maquillaje, sin embargo suele ponerse una rosa oscura en el pozo de su pelo rubio. Parece estar siempre distraída y pensativa. La tristeza le desarregla la cara”, decía Blanca; era ella pecosa y su voz sonaba débil y asmática.

Así pues, como los relatos no coincidían, los demás niños empezábamos a tramar, también, por nuestra cuenta, versiones distintas (y exageradas) en torno a la aparición de la mujer en la ventana.
Las murmuraciones, por su vicio, se convertían en el motivo de las sospechas; esa circunstancia nos mantenía cautelosos a todos, pues aunque nos acusábamos de mentirosos, cada uno permanecía clavado con la profundidad de una aguja en su propio relato.
Había casas que daban la impresión de que se desmoronarían de un momento a otro.

Nos parecía que un ligero cambio de viento arrojaría al suelo sus veletas echadas a perder por la herrumbre, sus rejas sin ventanas, y sus columnas cilíndricas cubiertas por las malezas y los mucílagos.
Una, en especial, apenas podía tenerse en pie. Se nos antojaba imposible que hubiesen seres humanos viviendo dentro de aquellas paredes que parecían sostenidas sólo por el ir y venir incesante de las laboriosas hormigas. Pensábamos que los fantasmas moraban, furiosos, en ella.

Sin embargo, al echarse la fría tarde sobre el lugar, un grueso y largo humo azulado, producto de la combustión de los leños, brotaba por la chimenea, en la dirección apostada por el viento. Y a veces, ciertas veces, se escuchaban alegres notas de una capilla musical, acompañadas por un divertido coro de voces que cantaba letras populares. ¡Cómo giraba en la lejanía la tonada bulliciosa salida de aquella borrachera!
Al dar la medianoche cesaba la música.
Hubiéramos podido ser felices jugando a lo que juegan los demás niños. Y eso hacíamos, ciertamente. No había hazaña de chicos que no intentáramos nosotros. Y también, como los otros, íbamos a las clases, y nos sentábamos a hacer los deberes en nuestras casas, diariamente. El reloj de péndola de la pared se nos antojaba un dios severo hasta que su aguja quedaba clavada en el número tres y un gong de su péndulo ponía fin a nuestra esclavitud.
Al rato ya éramos los pibes ruidosos de la cuadra.

El caso es que cuando la diversión se apagaba débil, lánguidamente, posábamos nuestros ojos en esas mansiones sin jazmines, sin polen, sin aves, sin aljibe, de altas verjas convertidas en hierro con espinas de fuego bajo la luz solar, y donde la vida parecía haberse secado, perdiendo su ventilación.

Qué no daría yo, por ejemplo, por ganarme siquiera la confianza de un perro flaco y feroz que ponía diligencia en una casona de color azul, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas con enormes candados.
Se decían tantas y tan descabelladas historias de la casa aquella; yo las andaba repitiendo a mi madre día tras día, machacando su sesera, hasta que ella, haciéndome jurar que guardaría el secreto, me contó la verdad: “Ay, hijo mío; se ve que no conoces el sol. Dentro de esas paredes de piedras pasa sus días una afable anciana. La viuda del capitán Avellaneda es una mujer cuya salud se va diluyendo como un incienso asiático; se dedica sólo a tejer y a bordar; al fallecer su esposo juró no salir nunca más a la calle, ni siquiera para ir a misa. Dicen que borda hermosas esclavinas”.

- ¿Y cómo se puede saber si sus esclavinas son hermosas, ya que nadie puede verlas, madre? - pregunté.
Ella hizo un gesto de agotamiento con la cabeza. Se quedó observando durante un largo rato las gypsophilas del jardín del patio y luego suspiró con el suspiro de quien, viendo a las hormigas ir y venir con una hoja de ligustrina sobre sus lomos, parece perder la dirección del mundo. Se conformó, sin embargo, con esta confesión: “Pues el caso es que dicen que las prendas son preciosas; las historias contadas en este sitio están escondidas al entendimiento humano. Hijo amado, no te miento si te digo que hay mucha oscuridad por deshilar, por sacar a luz en lo que la gente habla”.
Y a modo de broma agregó: “Acaso por esa razón las mujeres matamos nuestro tiempo bordando”.

Se mantenían firmes a través del tiempo, ciertas casonas de las que se hablaba con sospecha, y que aún a la gente mayor intrigaba.

Empezaré contando que en el lugar, a las siete de la mañana, las campanas de la iglesia solían tañer, con doce golpes de badajo. Era común, entonces, que las gentes dejaran sus ocupaciones, salieran al exterior y se quedaran paradas frente a las puertas de sus viviendas, haciendo una reverencia con la cabeza.
Dos casas, una muy alta y ubicada al lado del hospicio de los albañiles, y otra, de paredes de piedra, oscura, con la forma de la sombra de la gente pasando frente al lugar, despertaban la curiosidad de los lugareños.
Sus dueños vestían suciamente, tenían la barba crecida hasta el pecho y el cabello sin cortar. Se los veía solamente cuando las campanas repicaban. Apenas terminaban de hacer la señal de la cruz, subían encima de sus escuálidos alazanes y se dirigían al galope en dirección al monte como si intentaran huir.
Usted, lector, pensará que aquella gente era ingenua al echarse a hacer conjeturas en torno a las dos casas citadas, en lugar de poner bajo sospecha a los hombres de barba larga y oficio desconocido que - también - cité. Y acaso no se equivoca. Pero no se conocía otra manera de existir ni otro modo de pensar por esos sitios, desde que las primeras casas se levantaron sobre sus cimientos y las gentes empezaron a tomar conciencia de que aquella viguería, aquellas bisagras, aquellos techos, con ellos debajo, se iban volviendo pueblo.

Por mi parte, medio sitio conocía mi casa.

Puedo jurar que los espejos estaban en regla, o sea, relucientes y limpios, para quedar a tono con los rostros alegres que lucían una barba recién afeitada y unos bigotes acabados de teñir.
La habitación destinada a las visitas contaba con un precioso cuadro ubicado en el lado izquierdo de la ventana principal. Su marco estaba recubierto de guardas y rosetas de yeso dorado. Podía contemplarse el lugar, con sus casas ilustres agrupadas alrededor de la iglesia mayor. Las moradas estaban pintadas con colores sepia, blanco y verde camalote.

Una foto de mi primera infancia, que descansaba sobre la consola del comedor, me mostraba vestido con un traje de marinero confeccionado por mi tía Consuelo.
La típica expresión de susto en mi rostro, ante el disparo del flash del fotógrafo, anunciaba el llanto amargo y desconsolado que vendría después.
Sobre una mesa de ébano se podía apreciar un jarrón de loza fina, clara y lustrosa. Las pasionarias, canelas, calas y narcisos, que diariamente se renovaban, lucían como armas hermosas en su ramo, y casi tan eternas como las casas gemelas, con sendos pararrayos, pintadas por un artista italiano ( Enzo De Gásperi) en la pieza arquitectónica.
En fin, todo el conjunto (comedor, sala, pasillos, gabinete y amplias ventanas) abría suntuosamente las alas de la armonía y de la gracia; cuando mis tíos venían de la capital en tren de visita, se quedaban observando emocionados la arquitectura artística que era el espinazo de nuestra casa; sus admiraciones pasaban por ser la rosa que faltaba para terminar de adornar el lujoso traje blanco de la morada.

Las casas de mis amigos de la infancia también tenían su lustre y su esplendor.
Lo común y lo corriente en mi hogar era, desde luego, honrar las fotografías, ubicándolas en un lugar importante de la sala, de modo que el visitante se quedara suspendido en la admiración de las facciones singulares y los abanicos de sándalo en el momento de abrirse para echar vida en los rostros de aquellas dos abuelas muertas hace tiempo.
Era considerado una especie de delito sentimental no mantener diariamente renovadas las rosas de los floreros, lujosos criaderos de mosquitos, colocados sobre las mesas de mármol.
El más distraído visitante se llevaba una impresión de colores, aromas y hasta cierto rumor, al abandonar el recinto. Y al estar ya en la calle se sentía como tocado por una flor, una corola, un cáliz, pues todo su cuerpo despedía un grato olor.


En los comedores lucía la luz que se metía con la corriente del aire por las ventanas abiertas hacia el patio trasero.
Cuando íbamos de travesura, mis amigos y yo, dábamos varias vueltas por el sitio, comíamos las frutas de los árboles caídas en las aceras y luego contábamos enredadas historias de moradas extrañas y misteriosas.
Nos frustraba no poder entrar en ellas. Si observábamos el buen semblante de la señora María, quien solía sacar a su lebrero, con el rabo siempre inquieto, para que aspirara un poco de calle, pensábamos que bastaría con pedir permiso a la dama para meternos en su patio. Cuántos limones bajaríamos de su limonero, en el caso de obtener su licencia.
Pero nadie se atrevía a hablar.
Yo, menos.


Y ella no era de conversar con la gente, aunque una permanente sonrisa de cordialidad, subrayada con un lápiz labial de precioso color bermejo, le daba una amigable apariencia.
Bien. Contaré ahora el caso de la casa prohibida.
Estaba edificada en lo alto de una colina. Los buitres y los cuervos solían, al mediodía, volar encima del campo en que hallaba continuidad la colina, en busca de carroñas.
La construcción era enorme; tenía un corredor que le ceñía la cintura, y el blanco de su cal acentuaba el verde de los árboles (jacarandaes, chivatos, eucaliptos, gomeros, mangales, cítricos ) que le daban sombra.
Era imposible, pensar siquiera, meterse en ella.
Una larga e infranqueable alambrada desvanecía toda tentación de pasar al otro lado; la piel de la espalda quedaría colgada de los alambres de púa en el intento suicida de cruzar aquella barrera.
En su interior vivían hombres quienes habían sido traídos de la prisión para pasar lo que les quedaba de su vida allí. La propiedad pertenecía a un militar adinerado que tenía amigos y algún que otro compadre en la jefatura de la penitenciaría nacional.
Aquellos infelices hacían las tareas propias de los peones de estancia. Solíamos verlos, desde la distancia, montados sobre sus caballos, cuando iban a llevar a las vacas a la aguada. O cuando las traían al estercolero, siguiendo el rastro de las boñigas. Las codornices, entonces, levantaban un vuelo escandaloso a su paso.
Alguien echó a rodar la historia de que eran hombres sin alma, y que al caer la noche, acostumbraban contar historias de jinetes sin cabeza, y de un gran baúl lleno de perlas de agua dulce custodiado por un fantasma que finalmente acabó atrapado dentro de un pequeño cofre de anillo, y de muertos desenterrados por gatos.
Decían que así, bajo el goteo de aquellos cuentos largos, terminaban quedándose dormidos frente a la fogata encendida.

Nadie sabía quién fue la persona que reveló cómo vivían aquellos forajidos, pero eso a la gente no le importaba, pues era ir contra la corriente querer saber más.
Corría la historia de que los perros, temerosos de sus puntapiés, se esfumaban en menos de un parpadeo ante el primer movimiento de una sombra.
Uno de los peones, empujado por una profunda exhalación del malsano viento norte, había dado muerte a una labradora preñada, clavando su cuchillo hasta el mango en el vientre de la bestia.

“Ya son muchos los perros en este sitio. Ellos son once y nosotros, doce”, dicen que dijo entre maldiciones; ninguno de sus compañeros pareció darse por enterado.
Se contaba que solían tocar la guitarra junto al fogón, al caer el anochecer, y aparecer los primeros cocuyos. Y que mientras mateaban, al amanecer, antes de salir en dirección al campo, juraban que no era cosa de hombres quedarse indefensos. Y que había que matar, pues.
Zoilo, el de mayor edad, había asesinado a una mujer, para robar sus joyas (un dije, collares de familia, pulseras y medallones de oro ). La hija de la infortunada, al encontrarse cara a cara con el ladrón que se daba a la huida, se apoderó de un cuchillo de mesa y alcanzó a darle un tajo profundo en la oreja y en el ojo izquierdo. Cayó después abatida por el disparo del revólver de su victimario.

El asesino se jactaba de tener un sólo ojo. Se envanecía, pues, en su aspecto mitológico de cíclope.
En su fealdad de gente malvada y en el limbo de sus destinos torcidos por su arma disparada fatalmente al pecho de un hombre, aquellos individuos hallaban motivo para estar serios, cabizbajos y pensativos. Y para mantener el ceño enjuto.
Era humanidad que no sabía leer ni escribir. Y que bebía de cuando en cuando, alguna caña, pero siempre se mantenía en el límite de la conversación de los hombres que no están demasiados bebidos para ponerse alegres e irse de risas y de tomaduras de pelo.

Solía mirar la casa prohibida con admiración. Y no porque en su interior vivían asesinos. La admiración salía de mis adentros pues aquellos seres humanos nunca obtendrían su libertad. Jamás llegarían a conocer la existencia, ocupada y despreocupada, de cuantos vivíamos en el otro lado de la alambrada.
Sólo para nuestras almas sonaban las campanas.

Me inspiraban respeto esos individuos de quienes tenía solamente la visión lejana de un sombrero llevado por el viento.
A las cinco de la tarde iban, montados sobre sus caballos, a traer las vacas de la loma verde en pastura para meterlas en el corral.
Eran de lanzar gritos al aire como si fueran disparos.
Hubiera dado todas mis piedras (algunas como granizo grueso) de colección, y mis esculturas diseñadas en yeso de Guillermo Tell y de Moisés salvado de las aguas, por oír su conversación. Mi morada misma por observar sus ojos y hacerles un guiño, una apuesta, un desafío. A decir verdad, trabar amistad con un asesino me convertiría ante mis amigos en dios.

Rosa, una niña pecosa de trece años, se enamoró de uno de esos hombres. El muchacho que encandiló su corazón tenía dieciocho años y montaba un caballo chusco, brioso, renegrido, de cerdas y crines espejeantes. Acostumbraba acercarse a un árbol de tamarindo, plantado a sólo diez metros de la alambrada. Nadie podía estar enterado de su rostro. Tampoco Rosa. Sin embargo, ella crecía para él. Calzaba sandalias blancas y su figura llamaba la atención de las gentes pues tenía el cabello del color del trigo rubión, liso y largo, de la medida de su vestido de tafeta que cubría sus rodillas.

Solía caminar con el cuidado de quien no quiere alzar arena con sus zapatos, a pasos de aquellos alambres de púa. A las cuatro de la tarde, Rosa era la imagen del viento agitando la cabellera de una mujer.
El joven, dicen, sabía de aquel querer. Vestía camisa blanca, un pañuelo rojo al cuello, y pantalones de los que habitualmente visten los peones. Montado sobre su caballo negro, despejaba de codornices el pastizal, pues le gustaba galopar enfurecido. La niña le contagió la pasión, la vehemencia, la perturbación, cuando aún lloviendo, o cayendo una garúa impertinente, o desmoronándose un sol de fuego sobre la tarde, se acercaba a la alambrada.
Rosa estaba todos los días de su vida, a la hora en que las campanas de la iglesia daban las cuatro de la tarde, en el sitio. Jugaba al “cierra tu casa” con las hojas sensitivas.
El diablo perdía su paz deseando saber qué pensaban del idilio los asesinos. ¡Quién pudiera conocer cuantas cosas decían o callaban, mientras arrojaban leños de árboles de paraísos y de gomeros al fogón encendido!
Hubo contagio de espina con sangre. Él venía a todo galope, sin aparejo, dando latigazos al caballo, que relinchaba, enojado, hasta el tamarindo. Se quedaba durante un largo tiempo contemplando a la niña. No podía saber, desde luego, de qué color eran sus ojos, cómo eran sus formas, hasta dónde le llegaba la cabellera, qué especie de flor iba deshojando.
Cuentan que una tarde de octubre ella le dejó una carta. Y en la carta le pedía, por amor a su madre, que se escaparan. Ya se sabe que a las mujeres, así como a los caballeros, cuando se enamoran, les viene la idea de fugarse, y son de poner cruz a la fecha de la fuga pasando las noches en vela pues en el sacrificio se apasionan.
“Fugarse es lo mejor que tiene el amor”, solía repetir, melancólicamente, mi madre a sus amigas, mientras tomaba un té de un misterioso color verde botella, muy bueno para combatir la litiasis.
Un día desapareció del lugar. Nadie supo nada de la chiquilla. Ni sus padres, siquiera.

Dos versiones corrieron al tercer día de su desaparición, pero ninguna de ellas parece acercarse a la verdad. La una sostenía que cruzó la alambrada, una noche oscura, de ocultación del satélite lunar tras la mampara del Sol.
Es posible.
La otra cuenta que desapareció y nada más.

Cierto es que algunas mujeres contaban que solían divisar a la niña montada sobre un zaino, con un niño pequeño en los brazos, en los alrededores de la colina.
Sin embargo, los hombres suelen comentar que a las mujeres no hay que prestar oídos pues acostumbran contar las historias del modo y de la manera que querrían que ocurriese, porque quieren envanecerse de los finales felices.

Quien dijo verla en ese pueblo donde la gente tiene el mal hábito de decir “Dicen que ...”, miente, miente, miente.
Jamás se supo nada.
Pero pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado.
La casa permanece en su sitio. Tiene el aspecto de una casona por cuyos cimientos sube, lo mismo que la hiedra, la lepra de la humedad.
Hace pocos días, se vino abajo un eucalipto, que saneaba una zona pantanosa, desmoronándose sobre su enclenque tejado.
Buscaban a un médico para salvar la vida de Zoilo; tenía la cabeza rota; un gajo del árbol cayó sobre él.
Paré la sangre del accidentado. Los asesinos, mientras me observaban pasar una mixtura de desinfectante y cicatrizante sobre su cráneo y cubrir con un esparadrapo la herida, parecían sofocados por el paso tan cuidadoso, tan lento, tan solícito, de mi auxilio.
No veían la hora de que me marchara del sitio. A los desconocidos se desprecia, aún cuando vengan a ofrecer sus mejores servicios y atenciones.
Creí ver a una mujer. Estaba de espaldas. Habría dado mi existencia porque aquella figura volviera el rostro hacia mí. Distinguiría el rostro de Rosa, a pesar de los años encimados que ya han pasado desde su desaparición.
Pero aquella mujer, de ser quien creía que era, no se mostraría a un intruso.
Pertenecía a la fila peligrosa de quienes son tachados después de haberse perdido su paradero.
Cuando regresé me invadió la tristeza.
Ahora se me hace hábito, echar una mirada, cada atardecer, al sitio. Cierto es que la morada ya no es la misma. Y que los asesinos han envejecido, como yo, como la gente del lugar.
No hay mayor dicha en los últimos días de mi existencia, que ver caer el sol sobre la copa de sus árboles donde asoman las flores rojas y blancas, al clarear el día.
Y el crepúsculo, vagar entre sus plantas gramíneas.
Hasta el ladrido de sus perros inquieta alegremente mi corazón.
Una señal de vida de la casa prohibida me recuerda, diariamente, que sigo vivo.

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VERSOS DE AMOR Y DE LOCURA

Cupido y Psique,
Escultura de Antonio Canova, Italia, 1757-1822


Versos de amor y de locura


ALGUNAS PALABRAS

Nadie menos indicado que el propio autor para hablar sobre su obra. ¿Qué puedo yo decir de mis poesías de amor y de locura? Ellas son, finalmente, pobres flores huérfanas; aunque creyeron haber hallado en mi sombra y en mi soledad, madre generosa, cuánto temor se apodera de mi ánimo, cuántos sentimientos confusos me arrastran, si pronuncian mi nombre. Deseo huir de ellas, cuando las veo venir, hambrientas, a mis pies. Suben por mis huesos como hiedras. Bailan en mi alma no sé qué extraños ritmos. Celebran el amor y la maldad de una manera y un modo que no entiendo, pero que a la vez me complace.
Quise yo ser una buena mujer, una más del montón de las señoras piadosas, mas heme aquí, con mi evangelio torcido y mi canto convertido en escándalo por su culpa. ¡Por su culpa!
Las quiero. Todavía las quiero, sobre todo a la noche. Dicen las palabras que tanto quise decir. Por su vida mi existencia conversa con Dios y con los demonios. Me hacen caer en la tentación de la carne.
Estaremos siempre juntas, más allá de los siglos.
Creo en ellas. Y necesito creer que ellas creen mí.
Delfina Acosta

Dedico este libro a Fa Claes,
poeta, hermano, amigo, maestro


MI REINO

Mi reino es de los astros misteriosos,
del fuego que susurra en el ocaso.
Se me figura milagrosa tela
el cielo con su azul iluminado.
Conmigo no es el hombre sino el ángel.
Su sombra se hace mies en mi costado.
Él busca de mi luz el santo norte
como la brisa cuando es mi rebaño.
Mi reino es de las olas de la mar
que nunca al pensamiento dan descanso,
de las estrellas fijas en los ojos
pues son criaturas de un querer muy manso.
Si llueve es porque lluevo lentamente
y si amanece es porque ya me aclaro.
Cuando anochece y no aparece el cielo
el viento de mi reino está callado.


POESÍA

Sólo tu voz es dulce, poesía,
porque por ella he sido yo narrada.
Con tierna obstinación tus ojos pones
donde clavé, vencida, mi mirada.
Ya te mandaron a morir, mas tú
como una flor del campo te levantas.
La hoguera preparada para ti
en tus lozanos pétalos se lava.
Porque eres mustia entre las bestias todas,
gorrión de invierno, yo te siento hermana.
Vestimos un amor desesperado,
que nos desnuda el pecho y las espaldas.
Debajo de borrascas vas y vienes
como una cabellera de palabras.
Y enferma caes de capullos nuevos,
de aroma fresco y pena enamorada.


EL VERDADERO MUNDO


Recuerdo el viento eterno de otras tardes.

Tocando castañuelas prodigiosas
le daba larga cuerda a mi niñez.
Yo le pasaba alegre mis cabellos,
mi falda, y él, jugando, se los daba
al perro que ladraba tras de mí.
Correr, reír, morir de golpe sobre
el liso pasto, la colina aquella,
el verdadero mundo a la intemperie,
en donde el sol echaba mil monedas.
Después, de flores sucia todavía,
volver a la casona mansamente.
Mi voz quedó colgada de las ramas.
Mis ojos se vaciaron en garúas.
También perdí mi nombre. ¡Nada! ¡Nadie!
Soy yo sin la niñez de mi alegría.


SUCEDE

Sucede que mi carne se deshoja
porque ella es desde antes mi enemiga.
Morir o envejecer. La tarde quieta,
la noche tan callada en mis mejillas,
me ocurren. Y me ocurre la penumbra
del corazón. De niña no sabía...
Me hablaban de muñecas de cristal,
de la importancia de las blancas cintas
en el cabello verde, o me llevaban
al cine. Me contaban las mentiras
que a ellas les dijeron, y yo, buena
y sana fui instalada en una esquina
del tiempo hasta que ahora, a la hora
de aquel reloj que marca el mediodía,
me digo, finalmente, que en mi rostro
el sol se puso ya. Cuán largo día...


EL PINO EN LAS PENUMBRAS

Sobre tus hombros inclinar mi rostro.
Un lirio aún vivo que encontré, contarte.
Soy la culpable de tus versos lúgubres
donde una llama ciega y negra arde.
“El pino en las neblinas” es un verso,
y todo cuanto muere o cuanto nace:
la ropa de la flor, la carne blanca
de las orquídeas que al amor se abren.
Mirarte amado, y verme en tu mirada.
Besar tu anillo gris, pero abrazarte
como si el tiempo fuera a despedirse.
¿Que es ésto de perderse y encontrarse?
Por un camino de furiosas hojas
llegaron los fantasmas de la tarde.
Tú, mi alma sola, y yo, también, tu alma,
si rondan ya los últimos amantes.


DE MEMORIA

Tienen las ramas esta madrugada
el bienvenido aliento de las rosas.
Las blancas mariposas de mis manos
nadie las ve, ¡y cómo te devoran!
Donde tú estás, allí, mi amor te llama.
Yo quiero que me escuches. Es ahora
el tiempo del encuentro. ¿No percibes
cómo se buscan, sin saber, las cosas?
Amigo, amante, déjame decirte
y dime tú también. Llegó la hora.
Las lágrimas con luces del rocío,
el soplo de cristal, las altas olas
nos buscan, llameando, desde ayer.
Abren caminos, árboles, auroras.
Amado, nuestros besos, tantos besos
y un beso yo los supe de memoria.
Debajo del rojizo sol de flores
te aguardo siempre dentro de mi sombra.


APUNTES ESENCIALES
a Agnes Azenbosch

Llevo contando el cierzo, el aire, el suelo,
la bruma, los geranios y el rocío.
Sumo la hierba, el sol, la sombra nueva
de la cosecha convertida en trigo.
Anoto auroras, tallos, ramas, fuego,
crepúsculos, maderos y navíos.
Procuro no olvidar ningún silencio,
ninguna media voz, ningún testigo.
Y ahora sé que aun estoy en falta
con tantos mundos. Este es mi libro:
un transcurrir del día innumerable,
de cuanto se han callado los espinos,
para que se dijeran los amantes.

Más puede mi palabra que el olvido.

Se escriben muchas cosas, pero olvidan
el pueblo a media luz, algún ladrido,
las sábanas recién desarregladas,
aquel amor que nace clandestino.


DOS HIJOS

Déjame que te cuente las palabras.
Somos los hijos de los rojos versos
que vuelan cuando está la noche encima.
Qué pálidos amantes, pues nos vemos
sólo a través de los rocíos fríos
que salen a morir por un momento.
Está la hoguera presta. Y ya la sangre
de la poesía corre por los huecos
de nuestras manos blancas y apretadas
contra las piedras y los malos vientos.
Yo vengo desde el fondo de tus letras
para que en mí te veas. Y te muerdo,
amante, cada día con dulzura.
Porque imposible es todo yo te quiero.
Ya escribes en mi alma los poemas
con que me abrazas desde tu silencio,
me sueltas y me vuelves a abrazar.


¿Escuchas cómo va pasando el cielo?


ALMA

No tengo más rebozo que la escarcha.

Un pájaro se calla en el silencio
de la tristeza niña de la tarde.

Mi alma atardecida busca el fuego
de los caminos breves de tu mano
donde quedó la boca de mi beso.
Te quiero, me decías y en mis hombros
venías a morirte de silencio.
Noche sin astros. Se enredó mi voz
con un silbido, y al hincharse el viento,
fue al río, fue a los campos, fue a las jaulas
de trinos rotos que se mueren presos.
¿Qué sombra mi figura así encorvó?
¿Qué rayo ha ensombrecido mis cabellos?
Llévate ya este amor por ti encendido
porque en lejanas celdas yo me quemo.


LA PUERTA

Cualquiera llama a mi pequeña puerta.
Cenar suelo con reyes y mendigos.
Ay, cómo me atareo en repartir
en dos iguales partes lo servido.
Y es entre gente que a mi casa llega
contándome unos casos divertidos,
cuando me acuerdo yo de tu anunciada
visita bienamado y ahorro el vino.
Mi hogar aseo día a día y pongo
sobre la mesa aroma de jacintos.
Mientras te aguardo, ¿quién también te aguarda?
Y si tú llegas, ¿cena quién contigo?
Señor, que me confundes o enterneces
con tus palabras puestas en mi oído.
¿Las cosas que me dices son las mismas
que oyen las otras y les da lo mismo?


EN TU NOMBRE

El pueblo alumbra noches muy serenas,
mas fiada de tus ojos, Jesucristo,
mejor contemplo el viejo firmamento,
el árbol bajo el astro y los caminos.
En noches de neblina yo te veo.
Qué paz, Señor, teniéndote conmigo,
pues eres tú la puerta que me guarda
del mundo que aun afuera es un peligro.
Mas cuánta es mi orfandad si con consejos,
o enfados me abandonas. Me encapricho
con tu querer y enojo. Soy la enferma
que sana con la voz del prometido.
Tu pan y tu agua busco noche y día.
Tan sólo en tu belleza ya persisto.
Por eso, enamorada, en ti me lloro
y en ti me alegro si me crucifico.


COCUYOS

Tan sólo los cocuyos para ver
tus ojos y esas largas manos tuyas
donde mi rostro pongo mientras cae
un pronto atardecer que me desnuda.
Porque este amor es noche sin su tálamo,
y duerme solo, y con su mal se cura,
por eso es que te quiero. Yo acomodo
este querer sin madre en la pastura.
Si un vendaval enreda mis cabellos
enfermo de una fiebre que es locura,
me quema el rostro la melancolía,
y ya me da por muerta un ave oscura.
Estando inmóvil, una solitaria
estrella baja sobre mi cintura.
Y doy a luz a niños cenicientos
que a medianoche arropo con la bruma.


GOLONDRINAS

Amado, desenrédame las trenzas.
Escucha a las reidoras golondrinas
que pueblan mis palabras confesarte
mi amor donde gotea la llovizna.
En esta tarde con olor a mar
tú tocas a mi puerta. El lobo avisa
su amor voraz. A mi casona llegas
y bebes de mi boca bien servida.
¿Escuchas? ¿Son las olas o los árboles?
¿Ves las gaviotas vueltas dando al día?
Mis dedos te recorren pues se atreven.
De golpe todo el cielo. Por las vías
de un tren nocturno que a los astros parte,
yo voy tras una estrella, si me miras.
Amado desenrédame las trenzas
y cúbreme los senos con tu vida.


EL TIEMPO ES BESO

¿Escuchas cómo caen las estrellas?
La rosa en mi costado dio su aroma,
su ensangrentado aroma que me viste.
Pasaron desde entonces muchas rosas.
Y vive aquella flor de mí salida,
de mi infectada herida, siempre roja
y siempre negra, y llena ya de hormigas.
Hay sólo una paloma migratoria
del sur volviendo en busca de su norte.
Ya nunca más bandadas tan ruidosas
ni potros desbocados como ráfagas,
ni escarcha titilando entre las rocas,
ni el último silencio en la campana.

Hay sólo una paloma migratoria.
La dicha se deshace como un beso.
Y calla la tristeza en una boca.


AQUELLA QUE TE AMÓ

Palomas de repente en mis mejillas.
Un sacudir de alas si regresas,
amante, a mi presencia y me perdonas
y arrancas de mi amor la sola queja.
Me juras por tus muertos, yo te juro
por Dios que a los demonios atormenta.
Y en brasas se convierten las palabras.
En pájaros sangrientos que pelean
por las migajas de las hostias últimas.
Ámame hombre en esta noche negra.
Mi historia es ésta: un lecho solitario,
un despertarme atada siempre a hiedras
y una almohada llena de tu rostro.
Mi vida toda es sólo sueño, niebla.
Mas llegas y mi voz ya no es cautiva.
Y aquella que te amó se me asemeja.


NADIR

Amigo, hablemos de las cosas raras.
¿Tú crees en las ánimas, las sombras
de los asesinados y suicidas
que vagan? Los fantasmas hacen rondas
en torno a un niño gris. Los perros vagos
entonces mueven fiestas con la cola.
¡Nadir! ¡Nadir! Ayer soñé con ella.
Hecha Dios Padre, espíritu y alondra
me dijo, mi Nadir, que me soñaba
desde su muerte, al dar, la flor, la hora.
Yo le llevé recién cortadas brisas.
Amigo, se me ocurre que hay curiosas
criaturas de la tierra donde hay huesos
y almas. Y también existen bocas
de muertos insepultos convertidos
en el enjambre de un amor que llora.


MADRE

Entre las sábanas enfermas, madre,
te duermes sin saber de mi vigilia.
Escúchame callar en esta hora
de muerte, de silencio y de agonía.
Cuán sana fluye la existencia afuera
con su rumor de rosas encendidas.
Tenía pocas cosas que decirte,
y aquí me tienes vuelta piedra herida.
¿Por qué tuviste la terrible culpa
de haberme dado leche de desdichas?
Recuerdo mi terror a los relámpagos.
Qué eternas esas noches se me hacían.
Caían Dios y rayos pero tú,
tardando, en mi rincón te aparecías.
Mi madre loba que te vas muriendo,
he aquí, llorando, tu pequeña cría.


HIPÓTESIS

Si tú a morir te fueras, si las mantas
muy frías se quedaran en tu lecho,
yo no te llevaría flores tristes
en donde estés. Le pediré a los cuervos
y al ruiseñor que no me condenaran
a ir desolada y pálida a tu encuentro.
Pañuelo de cenizas cubriría
la forma sin color de mis cabellos.

Llegabas a la cita apresurado
en busca de las uvas de mis besos,
y mi pezón mordías, vengativo.

Si tú a morir te fueras, hombre necio,
querré saber por qué te hiciste piedra,
helada luz, distancia, sal, espejo,
ternura fría. Yo querré saber
por qué y con qué intención te hiciste muerto.


CANTO PROFUNDO

Yo observo al hombre trabajar la tierra
y al ave que en el hueco de la rama
de un tibio limonero se acomoda.
En su holgazanería así se cansa.
Su trino es el diamante del deseo.
Y tú, mi prójimo que mueres, habla:
¿por qué la misma piedra así te encorva
al convertirse la creación en alba
y la razón del tiempo en un reloj?
Ah... yo. Si llega el día ya me afanan
un raro oficio, una encorvada pena:
lavar de enormes piedras las palabras,
buscar un verso donde estuvo un grillo.

Nadie tan triste como algún poeta.

Para dudar, después, de su juicio,
¿qué Dios oirá esta noche mi poema?


POETA

Hablemos de poesía. Se me ocurre
que Dios no sabe sus palabras tristes.
Y yo tampoco sé por qué las tardes
en sus lejanos ojos se hacen grises
o sus primeros versos callan, distraídos,
en el instante de morir un cisne.
Decir la mar es pronunciar poesía.
Decir poesía es no sé qué mentirse.
Ella soplando el corazón del hombre
con fuego amargo en el papel escribe.
Si está la rama próxima a romperse
porque la luna loca al mar lo riñe,
yo sé que la poesía se desata
en grandes olas en poetas tristes.
No buscan pájaros ni luz sus versos.
Persiguen la razón por qué morirse.


CAMINO

¿Camino de partida o de venida
es éste en donde estoy desatinada
con un pañuelo ausente de señal?
No sé si voy o vengo pues son tantas
las sombras de los hombres y mujeres
que dejan tras mis huellas sus pisadas.
Atiéndeme Señor y dime adónde
bajo el chubasco voy descarriada.
¿A cuál de tantas puertas llamaré?
¿Por quién preguntaré? ¿Seré hospedada
cuando el relámpago mi rostro alumbre?
¿La gente me dará la tibia manta,
el té, la charla y buena despedida?
Yo sólo aguardo en estas horas vagas,
llegar a medianoche a mi destino.
¡Mas heme aquí una estatua extraviada!


DIOS QUE ES ÉL

Él hizo mi palabra enamorada,
la llamarada añil de tu silencio,
las seis en punto y el adiós más mustio
frente a las olas rubias de aquel puerto.
Él hizo las primeras golondrinas,
el frío de esa tarde y aquel miedo
de que llegaras tarde o no llegaras
cuando era una muchacha más del viento.
Mi alma llena de gorriones mudos
Él hizo, y la hojarasca del infierno.
También los pasos lejos de mi vida,
y el rayo de este absurdo pensamiento.
Yo escribo un verso torpe y distraído,
que sucio, desvestido, perro fiel,
es mi hijo amado, padre y madre míos,
mientras la noche ladra contra Él.


AMOR DE ENERO

Ya son las altas horas de la noche.
Un pájaro espectral el vuelo alza.
Se hunden sus graznidos como piedras
en las heladas aguas de mi alma.
Al monte me llevaba algunas tardes
mi amante, y tras su sombra aleteaba.
¡Los besos como llaves diferentes
para mi amor de enero y rosas blancas!
Después aquel aliento de penuria
o el odio en su guarida de palabras.
Ahora esta afición de no vivir,
de ir a mi entierro y ser las dos campanas
tocando en el oído de las flores
que caen como plumas de las ramas.

Soy luna enamorada que obedece
al lobo que le aúlla en ambas caras.


CONCIENCIA

Tus ojos, dos secretos que me observan.
Mas, ¿qué dolor es éste que en mi frente
tan pálida, parece algún lunar?
Si están los astros pocos, si la muerte
echó la puerta, si las hojas secas
en viento malo al rato se convierten,
si cruje ya el paisaje y van los muertos
en busca de las gotas de la fiebre,
yo sé que estás adentro, horrorizada.
Conciencia que te aferras a mi suerte
y abrazas fuertemente a mi existencia,
no sé qué hacer contigo pues me dueles
con un dolor sin pausa de pregunta.
La tarde cae fría y muy terrestre.
Mi nombre lloran pájaros azules
Melancolía, deja de morderme.


RETORNO

Retornarás, total, jamás te fuiste
y te querré otra vez porque yo llevo
mi sueño ya amarrado a los cometas,
mi corazón vengado por el cielo.
Un día no pensado, cuando vengas,
me encontrarás quejándome en mi lecho
y sin poder, criatura, defenderte
del hilo de mi abrazo y de mis besos.
Como el otoño, mi nostalgia ruge.
En esta ausencia tuya todo es hueco.
¿Qué es la mujer sino sangrante ave,
violeta que jamás levanta vuelo?

Trajinan por las horas las hormigas.
Aún no dan señal las viejas llamas.
Ya convertida en soledad marina
la constelada noche me apuñala.


LA OTRA VIDA

¿Te acuerdas de la vida, la otra vida
de pasos espantados, de los huesos
de aquel ciprés creciendo con nosotros?
¡Cuán niños en la niebla de otros reinos!
Volver a aquella edad, reír a costa
de nuestro susto en tantos cementerios.
Hallar morada en boca de aquel lobo,
que aquella nana de imposibles cuentos
para dormir, a veces, nos contaba.
Las flores de los vivos y los muertos
en mis costillas crecen. Al rugir
el árbol del adiós con sus pañuelos,
el último paseo me propongo.
Yo sangro. Llena estoy de rojo duelo.
La luz del pueblo apaga los crepúsculos
y por sus puertas entra el universo.


MALEZA

Mi alma es una ramerita, Dios.
No quiero amar al prójimo. La fiesta
de la alegría ajena añade gotas
de hiel al ojo. Crece la maleza
de mi maldad si otros son felices.
Mi corazón al colmo siempre llega.
Yo peco, sí, yo pronto me extravío.
Me gusta darme al vicio y la pereza.
Yo canto maldiciones en mi cuarto.
El mal hablar de alguna pobre vieja
asmática se eleva por mi voz.
La perdición de otros me contenta.

Pasada ya de copas me derrumbo
sobre mi lecho componiendo un himno:
“Mi Dios, lejano Dios, perfecto Padre,
soy esa oveja que perdió tu Hijo.”


TUMBAS

Saldrán de mis costillas las violetas,
hijas mejores de mi propio fin.
Se curará mi muerte en las raíces.
Se apagarán las llamas de arboledas.
Yo dormiré cantando en el silencio
del camposanto que olvidó la gente.
“Es una voz muy negra y muy lejana
que a medianoche en el lugar se oye”,
dirá el sepulturero a los amantes
que orinan sobre tumbas descuidadas.
Si hubiera yo sabido no naciera,
mas ya que de una bruma fui nacida,
Dios mío no me mandes a un destino
donde hay mayor espanto todavía
que en esta vida seria, pero perra
y apenas divertida si enloquece.


LUNAR

Fuera mozuela y me salieran frescas
mejillas y ahí bajara algún lunar.
Oliera a cesta nueva como huelen
las niñas acabadas de peinar.
El cura y el juez me enviaran cartas:
“Como una verde hoguera es el pinar.
Ensaya siempre el lirio ser la rosa”.
A veces me quisiera enamorar.
Soltara cada tarde mis vestidos,
mis alas nacaradas sin lavar.
Partiera envuelta en luces de un navío.
Volviera atardecida y sin casar.
Callada cual luciérnaga es la noche
que en el espejo suele desmontar.
Fuera mozuela y me salieran frescas
mejillas si me vuelvo a enamorar.


NEGRO VINO

Poeta, tú que escribes, tú que callas,
tú que eres hombre y además camino
y vas detrás de las palabras y hundes
en un amor desnudo tu cuchillo.
La pena es casi todo cuanto vale.
Más que la ebria copa vuelta añicos,
más que los rayos de espantado cielo
si de él se desmorona lo infinito.
Sólo tú cabes dentro de los versos.
Un pálido ataúd en ti metido
es tu poesía, hermano desdichado,
y eres también los clavos y el martillo.
Tan corta es la distancia entre la vida
y la piadosa muerte, los domingos.
Bebiendo el paso de los años todos
el Verbo en ti se vuelve negro vino.


EL ROSTRO DE DIOS

Ayer soñé contigo, Dios. Tú eras
el trueno de las doce y la alta luna
en una vieja noche entumecida.
La fiebre, pobre Dios, se te hizo furia.
Venías a decirme que me di
con mi gorrión amado a alegre fuga.
Y yo ni arrepentida ni miedosa
sentí que no era más tu rosa única.
Oíamos al mar golpear su pecho
contra la blanca estatua de la espuma.
Veíamos al cielo desangrarse
como un amor de luz que no se cura.
Por un instante el grillo de una rama
calló a otro grillo de las flores muchas.
Con lámpara en la mano te miré.
¡Y vi en tu rostro un llanto de criatura!

POETISAS

Mis mujercitas pensadoras, mustias,
que llevan por sombreros dos palomas.
Un taciturno verso las persigue
porque los lirios por su herida aroman.
Yo sé la nada pálida que cantan
y la estrellada noche que no nombran.
Sus versos son relámpagos quebrados
y flores arrancadas como bocas.
Yo sé, yo supe que se van muriendo
pues ya no son las mismas sino sombras
de algún querer lejano y maldecido.
En sus miradas caen mariposas.
Si fueran aves de alegría y frutas,
pero ya secas llamas las devoran.
¡Ay! silenciosas, hijas del espanto
y del decir más triste que enamora.


COSTUMBRE PERRA

Si la hojarasca en niebla se convierte,
yo dejo la ventana y voy, amado,
en busca de tus sábanas. Me acuesto
con paños de mi fiebre a tu costado.
Qué amor tan taciturno es este sueño:
llegar ya tarde a noches de relámpagos,
ya tarde a los ocasos, no morirnos
cual árbol de oro viejo al pie de un astro.
Mi sueño es sólo un verso de crepúsculo,
un lobo de ojos tristes reclinado
sobre su herida pues perdió el bosque
y el viento en sus oídos es engaño.

Esta manera de quemarme el alma,
este morirme sin haber sangrado,
esta costumbre perra de quererte,
este quedarme entera a tu costado.

DIOS ENAMORADO

La primavera tenga piel gitana
y hable Dios con verso enamorado.
De mí no quede ya sino aquel viento
con que voló la alondra de mi canto.

Rugir de mar impuro y marineros
cuya nostalgia culpan a los astros.

Olor a sangre, a crisantemos muertos
y a tu partida tuvo aquel verano.
Tan blanca como la mujer más blanca
yo me quedé y un viento desbocado
me descalzó y bajó a mis pies la noche.
El agua entonces era vino amargo.
Mas tengan boca fresca las violetas
y diga la mujer el nombre amado.
Las rosas buscan trenzas que ponerse
y tanto amor, para acostarse, pasto.


FANTASMAS

Fantasmas de la noche, niñas tristes
que escriben con las luces apagadas.
Dragones del infierno las vigilan
y en un castillo mueren encerradas.
Sus nombres se pronuncian como lirios.
Las miro cada tarde atareadas,
buscando el verso de hoja gris que diga
aquel dolor de mar que no se acaba,
y un duelo, un no sé qué lejano, inmenso,
como una horca entonces cierra mi alma.
Mis niñas, la costumbre de buscar
angustias como agujas mal se paga.
Si hubieran hecho caso de sus madres.
¡Si no hubieran salido de sus casas!
Sus senos se deshojarán. Tan sólo
el frío irá a crecer en sus entrañas.


PERRA SOMBRA

¿Quién soy? Apenas me conozco orando
a un Dios que dicen que creó las olas.
A la mañana me recuerdo ciega,
limpiando de arenillas a las rosas.
¿Quién soy? A veces me pretendo amando
a un hombre extraño que en mi perra sombra
avanza cojeando y distraído
y va a toser su mal de amor a solas.
¿Quién soy? Yo soy la bestia perseguida
por asesino lobo que ya ronda
mi casa por el pueblo oscurecida,
mi piso frío en que me duermo loca.
Soy esa eterna sangre de los ríos.
Por mi dolor los dioses se apasionan.
Y brotan de mis ojos flores ciegas.
Y muero sana y perramente a solas.


CIRCO
a Giovanna Pertile, porque lleva mi sangre.

Yo fui a nacer y el mundo enloqueció:
Atardecer de mares y naufragios.
Las aves antes de alcanzar altura
caían en un bosque embalsamado.
Un elefante triste en rojo circo
brillaba en tantos ojos agrandados
del público contento. ¡Cuánto éxito.
Con sólo tropezarse los enanos
reír hacían a la humanidad.
El tigre, con rugir, causaba espanto!
Y fui poetisa y acabé creyendo
locura la razón de los humanos.


Tejí una manta de alegría y luto.
A quien me amó pedí llevarme al circo
y ahí dejarme, lejos de este mundo.
Que sólo en los payasos vi juicio.


PALOMA

Melancolía: el sauce sin sepulcros,
la tierra que no alcanza a ser magnolia,
los ojos del crepúsculo, el adiós
de aquel borroso marinero a solas.
Y qué melancolía aquella rama
sin flores, sin hormigas, sin alondra.
Mi corazón desesperado busca
al extranjero infiel que no me nombra.
La tarde se ha poblado de distancia.
Por un amor se apagan seis farolas
y ladran siete perros vagabundos.
Transcurre en los jazmines el aroma
de toda la palabra enamorada
que nadie me decía en dulces horas.
Me quiso mensajera. Él se llevó
atada a su silbido mi paloma.

SUEÑOS

Te rezo Jesús mío en largas tardes,
estando florecidas las estrellas.
Y cuando a ti te rezo, vela en mano,
el fósforo se apaga en su pureza,
se enfrían como cierzos mis palabras,
y la mirada se me vuelve tierra.
“Amén”, me oigo decir y ya el silencio
me envuelve como carta nunca abierta.
Jesús, el de la cruz, que das la sangre,
el de la luz, que mueves a la piedra,
a ti te pido en esta enferma hora
para mis sueños mariposas nuevas.
Señor, mi redentor, mi bienamado,
yo sé en mi petición quedarme quieta.
Y va mi voz a ti como al aljibe.
¿Mas qué piedad es ésta, de aguas secas?

LAS LEYES

Culpable soy. Si solamente atiendo
a mi engañoso antojo que no mira,
ni ve, ni oye, de las culpas libre
estoy. Yo me aconsejo con la prisa
de quien tan sólo divertirse quiere.
De tantos sitios salgo con la risa
horrible de sentirme sana y bella.
Mas hoy subí los muros de la vida
y vi que soy culpable de las faltas
que no se curan. Me encontré vestida
con piojos, sarna y pulgas de las necias.
Perdón, te pido Dios. Si tú me citas,
las aguas de mi río irán en paz
al mar donde se ahogan las malditas
mujeres que las leyes no obedecen.
Yo soy culpable Dios de ser yo misma.


POEMA A MIS ESPOSOS

Ay, mis esposos, todos mis esposos
se fueron a la mar, ayer, mañana.
Guardé sus blancas ropas, la fortuna
de pobres con que hicimos las moradas.
Viuda me quedé. Vestí de luto
y fui por pueblo esquivo saludada.
Un perro, la comida justa, un lecho
es todo cuanto tengo por cordura,
porque al romperse el viento de la noche,
los búhos al rezar y huir la lluvia,
qué loca voy diciendo por las calles
verdades, si vestida, mal desnuda.
La espina, ¿para qué? ¿Por qué las rosas?
Amor y desamor no dan descanso.
Pasar por esta vida y a esta hora,
se paga con hastío, si no espanto.


LA GACELA ENAMORADA

A mi cazador

Soy la gacela enamorada ¡Dios!
de mi nocturno cazador que viene
al bosque con las ansias de mis astas,
mis ancas, mis rodillas y mi lomo.
Si están los cielos vistos, si los astros
asoman su hermosura de universo,
si el cierzo va soltando ya a las aves
y mi nocturno cazador no llega,
los ojos se me vuelven aguas mustias.
Yo advierto aquella fuerza de su lanza,
su afán sin pausa alguna de mi sangre,
su prisa por volcarme sobre el suelo,
por malherir mi vientre y voy a prisa
a aquel encuentro con mi propia suerte.
Me ofrezco a su lanzazo. Yo le pido
que me abra entera en la caliente muerte.


LAS BODAS CON JESÚS

¿Faltar a mi deber? Jamás, amado,
pues si te fuera infiel, ¿con cuál marido
tendría yo las bodas más hermosas,
que no sean esas que pasé contigo?
He puesto petición en boca mía,
y tú con pronto sí me has respondido,
aquella noche en que cayó el sereno,
y había un cielo, y un primer rocío.
Fue desde entonces nuestro amor la casa
donde jamás llegó a nacer un hijo,
ni mundo pasajero techo halló,
aunque la mala gente a vernos vino.
Si bella todavía me encontraran
es porque en buena tú me has convertido.
Queriéndonos la vida es dulce día.
Amándonos la muerte es lar divino.


LA HIERBA ES LARGA

Voy caminando. Van mis plantas sobre
el pasto con cristales de violetas.
Yo sé que no soy libre, que la culpa
de algún delito infame me condena.
Está en los viejos libros esa ley
por mí quebrada de tan mal manera.
Procuro, mientras tanto, no saber
sino cuanto a los otros fue a ocurrir:
el homicidio y el suicidio al alba,
la sangre de este mundo en su escurrir.
Jamás fui tan feliz así penando.
El hombre y su razón me hacen reír.


Apuros, ¿para qué? La hierba es larga
y el paso se hace oveja bajo el sol.
Mañana es otro día y a horas altas
apaga y prende el cielo un nuevo Dios.


QUERIDO MÍO

Óleo sobre lienzo, de Pablo Picasso






DESDE EL MUELLE DEL VERSO


NILA LÓPEZ


Sobrecogedoras e intimistas, las cartas que Delfina Acosta dirige en verso a un "Querido mío", son las que la mayoría de las mujeres quisiéramos escribir: las percibimos como nuestras porque sus contenidos arquetípicos muestran la victoria del espíritu sobre la fuerza bruta de esta civilización de pocas luces.
Hay que ser paradójicamente atrevida e inocente como la autora, para hablar - en una época de consumos baratos, despiadados, de plástico - con la flor y la estrella, lúdica y violenta al indignarse ante usos hipócritas, alzada contra el veneno del odio, paciente para aguardar al amor aunque no exista, llena de frases mágicas y besos.
Y todo como un cuento de esos que transcurren plácidamente en largas siestas pueblerinas, en una suerte de autopsia sensible de las entrañas de hombres y mujeres, cuyos destinos se entrelazan en las ideas vislumbradas por la escritora. Las palabras se deslizan atadas a tradiciones clásicas y a la par incendiadas de atemporalidad, porque a quién no le ha ocurrido alguna vez, a quién no le ocurrirá lo que ella pinta con metáforas limpias, tan sencillas como aves que alzan vuelo hacia ninguna parte.
Esta frescura ya se dejaba ver en "Todas las voces, mujer..." y se acentuaba en su habilidad narrativa del "Romancero de mi pueblo", en claves persistentes de su capacidad de registro de sensaciones, emociones y sentimientos propios y ajenos.
Los nombres de antiguos hechos y sus resonancias contemporáneas adquieren en este poemario signos reveladores del crecimiento artístico de Delfina, a veces exasperante en su búsqueda de perfección lingüística, cuando la soledad es soledad absoluta sin ningún otro espacio, y no hay límites para la soberana alianza que establece con el idioma. Su castellano de pronto devora en una hoguera lo que dice, y tanta luminosidad nos hace perder de vista lo que cuenta. Lo que cuenta, sí, porque aquí ella no trata de divagar metafísicamente, sino, cual Sheherezade, entreteje historias que agitan las profundidades insondables de las relaciones entre enamorados, sus esperanzas y desventuras, las perversiones y la pureza de un vínculo cuyas formas e imágenes perduran.
En este puerto del amor hay penas y alegrías divinizadas por el humor tierno y a veces sardónico de una mujer paraguaya que vigila el horizonte existencial desde una torre de nubes, y además de pedirle a su querido que la lea en cartas que son como panes recién salidos del horno, nos convoca a escucharla en silencio, a entenderla en el ruido donde el canto parece retenido en los nuevos barcos "fenicios" de la puerilidad.
Delfina Acosta, testimonial, entera, ha modelado esta arcilla nostálgica con los ojos abiertos, arrojándose desnuda a las tinieblas del amor.
Nila López


LA ROSA DURA

El gallo soy de la veleta roja
que mira al Norte porque Norte soy.
A mi pueblo lo barre el mismo pueblo:
un viento malo con que al río voy.
La saeta del Este cuando gira
da vuelta al pueblo, al lirio y al convoy
del caballo al que subo al ser el día
para saber al irme en dónde estoy.
He plantado una estrella en el Oeste
que bajará a la noche. Te la doy
porque subes al Este cada tarde.
Yo te amaría, mas veleta soy.
El gallo fui de la veleta roja
que al Sur apunta pues al Sur me voy.
En su frío se templa mi poesía:
la rosa dura que ha de abrirse hoy.


ENEMIGO

Mi peor enemigo, tú que me amas
como una ciega lluvia que al caer
escampa, arrecia, escampa. Mi enemigo,
yo te corono amante, pueblo y rey.
Con una hiedra mis cabellos atas
y sabes del lunar que es mi clavel.
Cuando el jazmín de su rocío cuelga
y huele a flor pisada antes de ayer,
con la ronda impaciente de tus pasos
bajo tu sombra vengo a florecer.
Si no te amara, nunca te odiaría.
No te vaya, enemigo, yo a perder.
¿Quién me perdonará? ¿Por quién mis versos
caerán de mi tristeza en el papel?
Tú, mi enemigo. Yo, enemiga tuya.
La muerte no helará nuestro querer.


CUARTO AZUL

Somos amantes. Suelen los poetas
con infantiles coplas y sonetos
celebrar el tañir de las campanas
como la hora nupcial de nuestro encuentro.
Dirían más, pero se callan porque
se abrevia así el relato en dulce cuento.
Es la sombra que atiende el buen negocio,
madama de aire triste; los dineros
pagados por el cuarto azul agrandan
sus ojos apagados, mas los juegos
de los amantes en las escaleras
no la dejan dormir. Se siente el cielo
cuando en la calle oscura y sin un ánima
ya somos de la acera dos silencios
por una tos la culpa de un ladrido.
¡ Qué accidente ! ¿Quién más irá a saberlo?


ROPAJE

Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Mi ocasión la tormenta y los relámpagos,
y es la montura de mi amor el viento.
No retorno: yo voy pues son mis pasos
como a la hierba la pasión del fuego.
Soy la bestia de larga cabellera
que lame la otra lengua que es el beso.
En la forma de piedra me hallo a gusto
porque es así tan duro mi silencio
que no lo vencerá el dolor del mundo,
ni del odio la gota de veneno.
Es el mar mi ropaje: así desnuda
como una enorme ola a ti yo llego.
Brotaron en mis manos de agua sucia
las flores venenosas de estos versos.


ESTATUA EN LA PLAZA VERDE

Te esperaría. Yo sería, amado,
la primera en llegar hasta la vía,
y la última en volver, con un paraguas,
de la estación del tren que te traería.
Iré hasta el mar como la lluvia, a veces,
y pasaré del mar a la otra cita,
en el muelle del puerto, frente al río.
Seré la gris silueta que tirita.
Inmensamente sola como novia
saldré a buscarte y volveré tardía.
Del balcón a la plaza partiré.
Seré una estatua de melancolía.
Y a la hora puntual de nuestras muertes,
si llegara primera a nuestra cita,
te estaré ya aguardando para darte
mi amor en una blanca margarita.


DIENTES

Estrella que es error, yo soy los dientes,
y solamente dientes, no la boca
que yerra, miente, injuria, a Dios calumnia,
y cuando su áspid guarda queda roja.
Ay, pobres bocas, lenguas enredadas
con las malas palabras que hablan solas.
Yo soy los dientes que castañetean
cuando filosos muerden a las rocas.
Las bocas son carmín que en la intemperie
pierden su fuego; en su lugar, las rosas
en las muy frías noches, de sus frentes
dejan caer sobre el amor sus gotas.
Soy como Hefesto, dios que cojo y feo,
pelea doy, mas llama que se llora,
no sé qué frase mágica invocara
para una vez besarte oscura boca.


EL BESO

Voy a contarte un cuento que otras saben.
Las menos como tú jamás supieron.
Era un juego de a dos pues se enfrentaban
un rey hermoso y una reina a besos.
Y érase que ella alegre se moría
como última tecla en cada beso.
Y él riendo tomaba con su boca
un poco de su lengua y de su aliento.
Pasó el verano bajo el puente chino,
sopló el otoño y garuó el invierno,
volvió la primavera y se marchó
detrás de un par de niños aquel juego.
Y érase esa mujer que aún lo amaba,
y moría de pena, pero en serio.
Y érase la tristeza en el ciprés
la hora en que llovía en ese reino.


HADES

La primera señal: te salen lágrimas,
y escribes, sin querer, mejores versos.
Se apagan los faroles de la cuadra,
pero tus ojos brillan más atentos.
Y hay dos señales: si con él te cruzas
es como si te diste vuelta a verlo.
La cerrazón que cae sobre tu alma
te lleva a presumir que ya es invierno.
Si habré escuchado historias en mi vida:
Érase una que bajó al infierno
donde perdió a su amante. Y hubo un ánima
por siempre enamorada de un espectro.
Y hay más relatos. Y éste es muy contado:
Dirá que al bosque irá por un momento.
Te besará como quien va por más
cerillas. Nunca volverás a verlo.


NIÑO BELLO

En tu día de bodas, niño mío,
arrancaré las flores de tu herida.
Tu cutis sobre el mío hará caer
del cielo en esa noche lozanía.
Te limpiaré a la aurora con mi lengua
y me odiarás fielmente cada día.
Mi nombre harás rodar del río al mar.
No le amarás aunque su amor le pidas
a la mujer que dejará alargar
por ti su cabellera de llovizna,
y a la otra también, que trenzará
sus bucles con malezas y gramillas.
Deja niño que sea yo quien cause
el mal irreparable en ti. Que digas
que te he querido y que te quise más
de lo que por quererte me querías.


PERO TAN CONTENTA

Si ya te ha amado alguna, y luego otra
a quien llevaste con su hermana a fiestas,
y aquella a cuyo rostro te arrimaste
del lado en que asomó la luna llena,
¿por qué me distrajiste si me hallaba
cuando muy sola anduve tan contenta?
Era una triste, azul mirada fija.
Un beso me quitaste y me entró pena.
Que ya no quiero amarte bienamado
porque mejor amante es el poema:
rondando como un lobo, si la luna
florece entre las ramas, me despierta.
Que ya no quiero amarte bienamado
porque mejor amante es el poema.
Los versos tras las aves alzan vuelo.
Mi alma incendiada en el papel gotea.


DESOLADA

A Gabriela Mistral

Antes de echar mi cuerpo al ebrio río,
muy ebria ya, entré por las abiertas
puertas del templo; oí a una rata huir.
El atrio era una vieja madriguera.
Y le dije a mi Dios, en cualquier parte,
que pecar, no pequé, y ni siquiera...
Un relámpago atroz iluminó
las pocas velas y tronó la iglesia.
No supe qué decir, mas las palabras
fluían de mis lágrimas, sinceras.
Los santos parecían escucharme
con esa educación de gente vieja.
Y por si ahí estaba, a Dios le dije,
que amar, amé. Mis huesos di a las fieras.
Jesucristo en la cruz olía a herrumbre.
El río me aguardaba entre las piedras.


PORQUE SIENDO VERANO

Será tal vez el alma lo que duele
porque siendo verano paso frío.
Como una gota se cayó y rodó
mi alma en la escalera de un altillo.
Ayer estaba alegre y contagiosa.
Hoy mi ojo triste en el espejo espío.
Por la salud de todas tus amantes
hago sonar mi copa contra el piso.
¡Noches de amor y ni una medianoche!
Las penas se me van con los vestidos,
mi maldición en balde y el veneno
que bebo de mi cáliz los domingos.
¡ Rodó la gota por las escaleras !
No se me pasa el alma con suspiros.
La pena es ese pájaro que trina
sobre una rama y canta, a Dios, divino.


UNIGÉNITA DEL SUR

Tal vez es culpa mía que haga frío,
que rija ya el otoño, y que las hojas
se borren de las ramas como pájaros,
o se largue a llover a cualquier hora.
O es sólo culpa nuestra. Por querernos
un fuerte viento por las calles sopla.
¿Cuál mariposa recibió una piedra
y mana sangre limpia de paloma?
Un trébol por un beso, y un poema
para quedarse triste en tu memoria.
Me diste lo mejor de tu tristeza
y te clavé en el pecho una amapola.
Los pasos de la lluvia suenan lentos.
Acaso quien camina es tu persona.
Soy hojarasca que otro paso esparce.
A mi favor tan sólo el viento sopla.


VUELVO PRONTO

Tras un hombre que amé en la primavera
se marchó mi vestido, enamorado.
Él me abrazó diciendo "vuelvo pronto".
La flor que me dejó arrugó mis manos.
Mi chal de Cachemira se llevó
quien me acostó a la sombra del verano,
y mudó a sus mejillas mi color,
y la sal de sus besos a mis labios.
Mi abrigo beige que calentó un otoño
me lo quitó, sobre el sofá, jugando,
el hombre de otra, que me dijo hallar
de soledades llenas nuestras manos.
Que todo se llevaron. Fue muy fácil
bajar el cierre de mis dos leopardos,
arrugar mis vestidos, deshojar...
A veces me sangraban los costados.


YO, OTELO

Te celo de las niñas imposibles,
rostros de brasa y lágrimas de nieve.
Me encuentras a tu madre parecida,
y de razón mudable cuando llueve.
Te quiero y tú me quieres, mas no basta,
ni esta promesa de quererse siempre.
Mi amor lleva mi letra simple y triste.
El tuyo es una carta que se enciende.
A veces miras sin notar el cielo
y dices, por ejemplo, que me quieres.
Yo juego a que estoy muerta y me distraigo
mirando cómo el pasto se oscurece.
Y por amarme y por besarme tanto,
y por morderte y luego por lamerte,
cayó el adiós, cayó después la lluvia,
en esta última tarde de diciembre.


BODA PATÉTICA

Que no sea en otoño, ni en verano.
Yo querría que fuese en primavera;
dará setiembre entonces sus primicias
y los jazmines abrirán las rejas.
Caerán besos de adiós en mis mejillas.
Mis ojos como lágrimas abiertas
se cerrarán en boca de mi amado.
¡ Que no será velorio, sino fiesta !
Un tocador con mar confeccionado
hará rodar sobre mi sien realeza.
En la brumosa esquina del salón,
cualquier pedido tocará la orquesta.
Y sonarán las notas de Gardel.
Se oirá este coro: "El día que me quieras..."
Me iré a casar. Empezará a llover
y los jazmines cerrarán las rejas.


COSECHA

Descalza peregrino debajo de la lluvia.
Lloro por dentro
un agua de oro.
Cuéntame, bienamado.
¿Dónde tu reino, tus lacayos,
tu ángel de la guarda, y tu bufón?
Mas, ¿dónde tu victoria,
tu cicatriz profunda,
tu esclava, tu corona,
y tu cabeza amada?
Mi corazón en llamas
es la señal callada de que aún vivo.


PIEDRA EN LLAMAS

¿Y si me amaras?
También si me dijeras
palabras que no hablan
en esta tarde que se va deprisa
por una puerta abierta hacia otro día.
¿Si me quisieras?
O si me permitieras ver tus ojos,
más, mucho más de su color de agua,
para encontrar en ellos lo que busco:
mi corazón,
mi propio corazón perdido.
Yo me imagino, a veces, convertida
sobre tu pecho en medallón de plata.
Yo me contemplo,
página ya escrita,
quemándome en tu cuerpo lentamente,
para brotar después,
para rehacerme
en lágrimas de un rostro maquillado.
Si me dijeras,
mejor, si no dijeras,
y yo supiera igual que tú también...


LOS MODOS DE MARCHARSE

Hay modos de marcharse de la vida:
poco a poco
se van de tu memoria
los versos más hermosos de Rimbaud.
Te ocurren dos fatalidades juntas:
se te muere la rosa
que al mirarla quisiste
con suspenso de niño,
con el amor de Dios,
y se entierran, también, en el jardín,
las hojas amarillas de tu alma.
Para llenar las horas de la tarde
vas y vienes del tiempo
en que quedó el recuerdo
de aquella boca tibia ayer besada.
Hay modos de marcharse
de la vida:
poco a poco
se van de tu memoria
los versos más hermosos de Rimbaud.


LA NODRIZA

Me quieres por ser triste y por mayor.
Me quieres pues no tienes aún edad
para llevar a una mujer a misa.
Te permito morder, lamer, sanar.
Tú bebes de los ríos de mis senos
el agua de las rocas frente al mar.
Me pides que te muerda, y al besarte,
te pinte mi boquita de labial.
Te dejo susurrarme en el oído
lo que otro día a otra le dirás:
"¡ Ay, triste mía, mía, sólo mía !"
El amor como el vino habla demás.
Ninguno como tú, entre todos dios.
Te enseño a ser varón y te me das.
Aprende niño hermoso que el amor
lleva en su tibia sangre la maldad.


ANTES DEL OLVIDO

Acaso es tarde.
No importa ya
que con favor del diablo
coloque mis jazmines en la acera,
mi zapato de tierra
en la ventana,
y me quede
en cuclillas,
aguardando,
que alguien golpee de una vez mi puerta.
No importa ya
que con las gotas
de un día que en la fiesta fue lluvioso,
yo moje mis cabellos y mejillas,
y me quede sentada,
parpadeando,
sobre el sillón de mimbre, en la penumbra.
Acaso es tarde.
Acaso el tiempo
me llegó de golpe
por andarme de madre,
por andarme de hija,
y este fuego nocturno
que sube por mis huesos,
este aullido feroz
que levanta mi sangre,
ya no son señales
para llamar a nadie.


LOS PASAJEROS

Amigo, vamos a abordar un tren.
Desde la ventanilla miraremos
a los lobos cercándole a la luna,
y a la lluvia apagando al firmamento.
Tomaremos un breake en la campiña
donde grazna al Señor un triste cuervo.
Lloverá y volveremos a subir.
Me habré marchado de tu abrazo lejos.
Sin darme cuenta de que te has quedado
debajo del ciprés que arquea al viento,
te contaré las cosas que he callado,
y te diré en la boca que te quiero.
El tren habrá parado en la comparsa
que de esquina en esquina va hasta el puerto.
Después de un rato pitará, y entonces
me iré con él para pasar de lejos.


NO SE LO DIGAS

No se lo muestres nunca a nadie,
ni se lo digas
a tu mejor amigo
haciéndole jurar con muchas copas
que nunca contará.
Escucha:
ya maduró la luz
en la primera fruta del parral
y quiero que te asombres.
Ni siquiera
te nombro,
y sin embargo,
sus versos que poseen el color de mis venas
te cuentan
a través de los vientos y del agua
que a ti me lleva el blanco
de la virginidad
que te debí en las noches consteladas,
el verde de las hojas de tu pueblo
donde fueron a misa los vestidos,
y el rosado prudente
de la amante que finge
ser la esposa en la fiesta.


ANGELUS

Quién pudiera aprender los largos versos
que saben las oscuras golondrinas;
ellas retornan al oír el canto
de lo que fue un lejano Ave María.
Quién dijera de pronto al recordarme:
delante de una lámpara encendida
dejaba en cada línea de papel
los versos que las páginas perdían.
Solía al ver crecidas su melena,
su lágrima y su uña andar sombría.
Y le han crecido por andarse triste
en vez de cualquier cosa, margaritas.
Y que se diga un dulce cuento al niño:
bajó la muerte a ella cierto día
en que la lluvia se volvió una gota
sobre la rosa que perdió la vida.


¿QUÉ HISTORIA CUENTA?

¿Qué historia cuenta, si el ciprés se arquea,
y la higuera se rompe, el loco viento?
¿Si las puertas se cierran de repente,
es que ha estallado su terrible genio?
Ya sufrir pareciera cuando el lobo
aterra con su aullido, desde lejos,
mientras la tos despierta al moribundo,
y ladra sin dejar dormir el perro.
Si las campanas suenan espantando
del viejo campanario a los murciélagos,
se diría que él sale de un garito
donde ha apostado el alma de los muertos.
En ocre caracol arrinconado
a nuestro oído sopla muy enfermo.
Como él ninguno, de los libres dios,
y espíritu, quien sabe, de los muertos.


POR LAS ROSAS

Me voy a maquillar para morir.
Por la luna sabrán si estaba loca.
"Era llena de lluvia", contará
quien cambia los amores de mi alcoba.
Me voy a maquillar para morir.
Por la luna sabrán si estaba loca.
Jugando a que me muero, muero.
Ay, camalote que en el río flota.
Sabré yo entonces quiénes me han amado,
no por llorarme bajo lluvia en contra,
ni por callar, o por decir de mí
por estar muerta y buena, o tantas rosas.
Alumbrarán mis noches los relámpagos.
La cruz mayor proyectará mi sombra.
Un río largo y limpio escribiré.
Mi verso crecerá en las verdes hojas.


MIL

Se llega a mil, señora, con la verja
que cerca a su jardín, de doce metros.
Las estrellas que el ojo no ha contado
nada quitan ni añaden a estos versos.
Porque casada cambia de maridos:
un Dios te salve y nueve Padrenuestros.
A tanta cifra agrego aquí los guiños
romances, citas, y piropos cientos.
Es siempre doce el número mejor.
Morenas doce rosas, por ejemplo.
Un paraguas abierto y una lluvia
no dejan ver a una mujer de duelo.
El resto es saldo de ochocientos perlas,
así como cincuenta y dos dineros,
pañuelo con que abulto mi corpiño.
A mil llegué señora y firmo el verso.