viernes, 12 de junio de 2009

El gallo

Óleo sobre lienzo, Van Gogh



El gallo, de carúnculas muy rojas y espolones curtidos, se largó a cantar a las cuatro y media de la madrugada. Miles de hormigas laboriosas cargaban sobre sus lomos aquellas pequeñas mudanzas de los árboles que empezaban a corromperse en el cementerio levantado con ambición de necrópolis.
Don Manuel ordenó su cabeza frente a la tabla de cristal y se fue a caminar, buscando el pueblo.
Sentado sobre un tronco, en la vereda de polvo amarillento, Francisco tocaba el violín; y era el sonido el sueño, la iluminación de una música que parecía llegar llorando de un pueblo muy lejano.
Con los ojos cerrados el artista ejecutaba el instrumento musical mientras una claridad rojiza, la primera claridad de la mañana, caminaba por las calles de polvo, como otra gente más, parlanchina y ansiosa por saber qué ocurría, quién se había muerto, quién se había casado.
Depositó dos metales lamidos por el óxido en el platillo de lata y caminó tres cuadras hasta llegar a la casa número veinte, frente a la que estaba sentado en su banquillo Don José.
Y le dijo Don José, lo que se dice en un pueblo tranquilo, bien dormido, siempre soleado, acarreando a su gente ya por la pastura o por los caminos polvorientos: “¿Qué hay de nuevo?”.
Doña Dolores apareció por la esquina cuando entró Don Manuel al almacén; entonces se acordó de todo: la cajetilla de fósforos, la bolsa de legumbres, el frasco de azul de metileno, el kilo y medio de maíz para las gallinas, las velas para sacarse de encima los sustos desde que la luz se fue de la casa.
Una vez hechas las compras y salido a la vereda miró hacia el río. El olor del pueblo era igual. Eso quería decir que el planeta seguía su curso y que no había descompostura de astros y demás cuerpos celestes.
Doña Rosa, la mujer más vieja del sitio, había amanecido nuevamente, y con ella habían amanecido las mujeres que le limpiaban las escaras del cuerpo y que hablaban en voz alta sobre el sentido de sus desvaríos, total la enferma ya no escuchaba nada.
Don Manuel quería saber no sé qué cosa, y vino para su casa. Su mujer, Rosa, se hallaba hablando para sí. Como no sabía qué cosa quería saber se sintió indefenso frente a ella quien lo confundía hablando tan larga y rápidamente como hablaba.
- ¿No te estarás volviendo loca? - preguntó.
- No estoy para bromas; el carbón está húmedo y ya son las diez - respondió Rosa.
Y el día dio vueltas en torno a él que quería saber no sé qué cosa. A veces eso le pasaba y el mal humor le cortaba la mirada. Entonces no prestaba atención a Doña Magdalena que pasaba, caída ya la tarde, con su hato de marranos, cantando la canción que los domingueros entonaban en la iglesia.
Tres días pasaron y él seguía queriendo saber no sé qué cosa.
La costumbre es la costumbre.
Cuando el gallo se largaba a cantar a las cuatro y medio de la madrugada, ya estaba ordenando su cara frente al espejo.
Y bajaba al pueblo.
Y al encontrarse con Francisco, el violinista, escuchaba la música venida de un pueblo muy lejano.
Y respondía a Don José, cuando le preguntaba qué había de nuevo, que no ocurría nada, con lo que ambos pensaban que todo marchaba bien.
Al día siguiente el gallo no cantó.
Sintió que el corazón le salía por la boca y que un relámpago le cruzaba el pecho.
A las ocho de la mañana se supo en el pueblo que Don Manuel murió.

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